Pamplona. Monumento a San Fermín

Pamplona. Monumento al Encierro

Ayuntamiento. Pamplona

La Condesa de Pardo Bazán escribe a su tocayo, el poeta Ferrari

(Ocho cartas inéditas de doña Emilia)

Eran buenos amigos la condesa de Pardo Bazán y el poeta Emilio Ferrari. De cuando en cuando la condesa gusta de recibir a sus amistades más dilectas y finamente las agasaja. Hay un libro, del que sólo apareció el tomo primero, titulado «Los Salones de Madrid»; su autor es el cronista de sociedad del periódico «La Época», Eugenio Rodríguez Ruiz de la Escalera, más conocido por «Monte Cristo». Quiere «Monte Cristo» «perpetuar en una serie de grabados en cobre las ornamentaciones isabelinas de las casas por él frecuentadas. Franzen, el dinamarqués de origen, madrileño de adopción, le consigue unos cuantos retratos y unos cuantos interiores que forman hoy valiosísimos documentos históricos. El tomo lleva una carta-prólogo de la Pardo Bazán y muy amenas descripciones y comentarios de «Monte Cristo» sobre las estupendas láminas, reflejo de la vida de entonces». Pues en una de estas láminas se ven los salones de la condesa de Pardo Bazán: calle de San Bernardo, esquina a Beatas, y a la condesa acompañada del marqués de Villasinda, de Gloria Laguna (condesa de Requena), de la marquesa de la Laguna, de la señora de Bermúdez de Castro, de D. José Sánchez Anido, de D. Luis Vidart y del poeta D. Emilio Ferrari.

Escribe Almagro San Martín: «En casa de la Pardo-Bazán había recepciones íntimas, algunas muy selectas, frecuentadas por ciertas damas encumbradas, de difícil acomodo, que allí se dignaban alternar con los escritores y artistas de fuste, que les presentaba la dueña de la casa. Desde los tiempos remotos del marqués de Molíns, de María Buschental, de la duquesa de Rivas o de la princesa Rattazzi, no había conocido Madrid ningún salón donde la sociedad se codeara con la política y con las artes hasta las reuniones en pequeño de la Pardo-Bazán».

* * *

Carta primera:

Sr. D. Emilio Ferrari. La Coruña, 8 de diciembre del 88.

Mi buen amigo: Va a fundarse en Madrid una revista titulada La España Moderna, cuyo primer número saldrá el 1.º de febrero. El fundador, Sr. D. José Lázaro Galdiano, es persona en alto grado formal y entendida; y me encarga que me dirija a los escritores de valía pidiéndoles colaboración para la nueva revista. Así lo hago muy gustosa, y ruego a usted que escriba algo muy interesante, porque al principio es cuando el público se engolosina. Por miedo a este mismo público no sé qué decir a usted, si prefiero verso o prosa, y casi me inclino a lo último, a no ser que se trate de algo importante, usted bien conoce mi criterio; yo gusto mucho de los versos, diga lo que quiera la calumnia; pero... tengo miedo, sobre todo al empezar. La Revista no puede pagar mucho, y creo innecesario esforzar las razones, que su buen talento comprenderá. Lo que sí juzgo conveniente añadir es que eso poco lo pagará honrada y exactamente, y que las 75 pesetas que puede ofrecer a usted por un trabajo propio de revista, algo nutrido, serán tan fijas como el sol, al entregar el manuscrito.

Contésteme usted sobre este punto, y saludando a la señora, cuente usted con el afecto de su buena amiga y tocaya, q. b. s. m.,

Emilia Pardo Bazán

Carta segunda:

Sr. D. Emilio Ferrari. La Coruña, 18 diciembre del 88.

Mi querido amigo y tocayo: Agradezco muchísimo su buena voluntad de colaborar en La España Moderna, y sólo quiero espolearla, rogándole que sacuda la pereza y haga pronto algo.

Así como el director-propietario, Sr. Galdiano, aspira a que su publicación sea lo mejor que hasta hoy se ha conocido en España, no dudo que aspirará a que sea lo mejor retribuido; pero para lograr este resultado necesitará que el público empiece por responder a sus esfuerzos. La mejor prueba de que no desdeña sus versos de usted es que se lo pide; mas tenga usted en cuenta que la prosa de Valera figura en la Revista de España por 15 duros cada artículo; y esto será lo que menos le importe a Valera; lo que sentirá, como yo lo siento también por cuenta propia, son los zapatos que hay que hacer romper a la persona encargada de dejar el recibo y recoger el importe. Quédese para «inter nos», y tenga usted la seguridad de que con La España Moderna no habrá que gastar zapatos.

Abra usted, pues, la ventana a la musa. Yo dentro de pocos días iré a Madrid y tendré el gusto de ver a usted y también el de apurarle. Cariños entre tanto a Faustina y disponga usted de su amiga verdadera, q. b. s. m.,

Emilia Pardo Bazán

En 1888 Ferrari es ya nombre prestigiado en la república literaria; lo consiguió con la lectura en el Ateneo de Madrid, sábado 22 de marzo de 1884, de su poema «Pedro Abelardo», de su cuadro histórico «Dos cetros y dos almas» y de su soneto «A Don Quijote». «Tal lectura fue un verdadero y definitivo triunfo para el poeta. La audición se convirtió en un alboroto, en una locura que durante muchos días resonó en la prensa; y los diarios de más circulación llenaron sus columnas con juicios, reseñas, anécdotas y versos de la lectura afortunada. Desde aquella noche todas las puertas se abrieron para Ferrari, todas las sociedades literarias le agasajaron en su seno y su nombre salió repentinamente de la oscuridad para flotar en el favor público». No extrañará, por tanto, que, próxima la salida del número 1 de la revista La España Moderna, la Pardo Bazán escriba a Ferrari invitándole a colaborar. Acepta Ferrari la invitación y le contesta doña Emilia -carta segunda- agradeciendo su ofrecimiento y suplicándole sacuda su pereza, ese mal que diríase aquejó siempre a Ferrari, y envíe pronto su original. De paso le da curiosas noticias sobre colaboraciones en revistas y le cuenta los propósitos que abriga el fundador de La España Moderna, D. José Lázaro Galdiano, buen amigo de la condesa, a quien la condesa dedica «Insolación». (Vivió La España Moderna de 1899 a 1914; en su último volumen se incluye un índice confeccionado por Gómez Villafranca; en el epistolario cruzado entre D. Juan Valera y D. Marcelino Menéndez Pelayo hay bastantes alusiones a esta publicación). (Colaboraciones de Ferrari en La España Moderna anotamos: 1) número de junio de 1891, págs. 64-68: fragmentos del poema «En el arroyo»; 2) «Almanaque de La España Moderna para el año 1892», págs. 215-227: «La risa del payaso», anécdota).

* * *

El padre de doña Emilia se llamaba D. José Pardo Bazán; era abogado y político. Siendo diputado en las Cortes Constituyentes de 1869, con motivo de una valiente intervención suya en defensa de los principios religiosos, el Papa Pío IX le hizo, a propuesta del Nuncio apostólico en España, conde de Pardo Bazán. También era D. José especialista en asuntos económicos; de tal le acreditan los artículos que publicó en «Galicia.- Revista Universal de este Reino», revista que aparecía en La Coruña por los años de 1861 a 1865.

Mucho sintió doña Emilia el fallecimiento de su padre, persona a la que tan entrañablemente quería. En la carta que sigue, la condesa agradece a Ferrari su pésame.

Sr. D. Emilio Ferrari. Coruña, 19 abril 1890.

Mi ilustre amigo: Desde la desgracia inmensa que motiva su cariñoso pésame, me encuentro bastante floja de salud, por lo cual he tenido que recurrir a ajena mano para agradecer las manifestaciones de afecto de mis amigos en esta ocasión.

Mi padre era para mí un elemento tan importante de vida, y su cariño me era tan necesario, que al faltarme parece que ha cambiado mi carácter y que no tengo aquella expansión de siempre.

No obstante, son bien recibidas las palabras de aquellas personas como usted, a quien siempre he debido amistad y aprecio.

Salude usted de mi parte afectuosamente a esa señora, y cuente usted con mi buena amistad, aunque hoy la exprese con la atonía que sigue a las grandes penas.

Emilia Pardo Bazán

* * *

He aquí una carta abundante en minúsculos y sabrosos detalles; nada escapa a la atención de la Pardo Bazán.

Sr. D. Emilio Ferrari. La Coruña (Granja de Meirás), julio, 5, 1891.

Mi buen amigo: Ando gestionando que vuelva usted a tener detalles y pormenores de las casas que pudieran serle útiles y convenientes en Mera; pero me temo que allí, si tendrán ustedes la ventaja de estar próximos a nuestros amigos los Marqueses, siempre tropezarán ustedes con el terrible inconveniente de tener que alquilar los muebles en La Coruña y llevarse las ropas de cama. Si a lo que aspiran ustedes es a pasar algún tiempo sin calor y al borde del mar, en Sada, pueblecillo a media legua de esta granja, hay lo siguiente:

Una sala, una alcoba, dos cuartos regulares, cocina, cuarto de criada, todo amueblado y con ropa de cama, el lavado y planchado de esta ropa, el servicio y la leña, precio: seis pesetas diarias por todo; ustedes traerían su criada y comerían por su cuenta; se les dan a ustedes, repito, la leña y la cocina, trastos, etc. En Sada hay buen pan, pollos, gallinas, pescado fresquísimo. No respondo de otros primores culinarios. La casa no tiene huerta, pero sí la playa detrás, y allí podría esparcirse el niño.

Si les conviene a ustedes más no traer criada, y que la dueña de la casa (que es una mujer muy complaciente) les haga a ustedes la comida, entonces les costará a ustedes la cantidad de cuatro pesetas diarias por persona, sin distinción de chicos y grandes. Les darán a ustedes dos principios, cocido y postre de fruta, queso, etcétera. Todo modesto, pero limpio y sano y con buena voluntad.

Si esto les conviniese a ustedes, dígamelo a vuelta de correo, pues tiene pretendientes la casa. En Sada hay iglesia, médico, botica, coche diario a La Coruña. Sin embargo... no es Biarritz.

Si puedo darles noticias de Mera irán pronto. De ustedes amiga,

Emilia

P. D.: En esta casa de Sada estuvieron hace tres años Aureliano Beruete, su mujer y su niño.

Dirección: a mi nombre, La Coruña.

Sr. D. Emilio Ferrari. Hoy Sábado. La Coruña.

Mi buen amigo: No extrañe usted que en el número de julio del Teatro no vaya nota crítica sobre sus Poemas de usted. La culpa es de mi mismo deseo de que fuese. Adelanté el envío de un baúl de libros, creyendo venirme aquí antes, y el tomito venía en el baúl. Retrasada mi venida por los exámenes del chico, hallé que era preciso cerrar el tomo de julio, y lo cerré como pude. Pero en el número de agosto saldrá sin falta la notita.

Saludo a esa señora y deseo que se animen a respirar estos aires puros, y tan frescos, que hoy hace frío.

De usted siempre amiga,

Emilia P. Bazán

* * *

No lleva fecha la carta, pero creo podemos fecharla en julio de 1891, tal vez posterior en pocos días a la que hace el número cuatro de este epistolario. El Teatro es el «Nuevo Teatro Crítico», publicación periódica que la Pardo Bazán mantuvo de 1891 a 1893. Los poemas de Ferrari son los «Poemas vulgares», leídos por su autor en la velada literaria celebrada en el Ateneo de Madrid el día 24 de mayo de 1891, recogidos en volumen.

* * *

Sr. D. Emilio Ferrari. Hoy jueves.

Querido amigo: Habiendo sido inútiles mis gestiones para ponerme al habla con el Presidente de la Academia, y suponiendo que a usted le será más fácil verle, ruego a usted que le pregunte cuál va a ser la parte que tendrá en la velada a Zorrilla, adonde traerá la representación del Instituto que preside, según comunicación recibida ya hace días.

Necesito conocer este dato, y asimismo, cuál será la participación de usted en dicha solemnidad. Ha llegado el momento de fijar el programa y conocer los propósitos de quienes nos honran con su cooperación y auxilio.

Anticipando las gracias por este favor, soy como siempre de usted verdadera amiga y admiradora,

Emilia Pardo Bazán

¿Se refiere doña Emilia en esta carta a los preparativos para la velada necrológica que el Ateneo de Madrid consagró a Zorrilla el día 1 de febrero de 1893? (En el ángulo superior izquierdo del pliego figura el escudo del Ateneo Científico, Literario y Artístico de Madrid).

* * *

«Durante seis meses del año, a partir del otoño hasta fin de primavera, doña Emilia hacía la vida madrileña de salones y teatros, Congreso y paseos. Cuando los manzanos de su tierra comenzaban a florecer, partía la familia para instalarse en la aldea, no lejos del mar, deleitoso paraje donde sobre el solar de lo que en tiempos fuera granja de Meirás construyera la escritora su palacio campestre. Allí desaparecía la Pardo Bazán mundana para dar paso a la trabajadora incansable, que durante un semestre llenaba sus trojes literarios con mieses sazonadas... En Meirás veía yo reflejarse como en un espejo la personalidad artística de la condesa. Cada piedra, cada símbolo, cada detalle es una proyección espiritual de la gran escritora. Allí se la comprendía mucho mejor que en su casa de Madrid». Desde ésta su mansión veraniega la condesa escribe a Ferrari.

Sr. D. Emilio Ferrari. La Coruña, 11 de julio de 1897.

Mi buen amigo: Le parecerá a usted increíble que por falta de tiempo haya demorado la respuesta a su carta del 29 de mayo; sin embargo, nada es más cierto; yo vine aquí con trabajo atrasado, y además tuvimos huéspedes y tenemos obra abierta, sin más arquitecto ni más dibujante que yo; y entre trazar capiteles historiados y escribir para los tiranos -hemos convenido en que así se llaman los editores- y atender a los amigos que nos acompañan, se me ha ido este mes y parte de otro.

No quiero yo que se retrase más mi respuesta, aun cuando puede usted adivinarla. Me alegro infinito de que se muestren favorables la prensa y la Academia a nuestro plan, y me complace también que «ruja el infierno y brame Satán» en las columnas del Heraldo; todo eso concurre al resultado apetecido y que tengo ya por infalible y próximo; así que llegue el momento oportuno, que malo será que no coincida con la entrada del invierno o con días más crudos, y por tanto con mi presencia ahí, haremos lo conducente a decidir la victoria, y se habrá logrado lo que no es sino justicia elemental; así lo espero, por lo menos.

Mil afectos de toda esta familia y usted crea en el invariable de su amiga y compañera de «Vía Crucis» literario,

Emilia Pardo Bazán

* * *

A todo atiende doña Emilia: trabajos literarios, huéspedes, obra en la casa. A este último respecto diremos que el pazo de las Torres de Meirás no precisó arquitecto para su construcción: doña Amalia Rua, la madre de la Pardo Bazán, trazó los planos y dirigió la edificación hasta su término; la parte ornamental fue cuidada por su hija, doña Emilia.

* * *

Doña Emilia se va a Francia; está en Venta de Baños; acaba de dejar el tren de Galicia; espera la llegada del tren que ha de conducirla al vecino país. En el intermedio, doña Emilia escribe a su «querido amigo y tocayo»; le cuenta algunas cosas. Fina julio de 1901; hace poco más de un mes -el jueves 13 de junio- ha muerto en Oviedo Leopoldo Alas, «Clarín». Veamos el tratamiento que a su prologuista de antaño dispensa la condesa; es de advertir que el poeta Ferrari fue una de las víctimas preferidas de Leopoldo Alas.

Sr. D. Emilio Ferrari. Venta de Baños, 26 julio 1901.

Mi querido amigo y tocayo: Mil gracias por su bondadosa y animadora felicitación, y aprovecho, para dárselas, el rato que es preciso esperar aquí, viniendo de Galicia, el sud-exprés que me llevará a Francia.

Este año empiezo a tener sentido común (era hora), y realizo el viaje antes de tomar las aguas, con lo cual éstas no dejarán de surtir sus efectos por falta de reposo y régimen durante el período de la dieta.

Nuestros orensanos -me complazco en creer que usted les conserva cariño- han demostrado ahora que el marasmo de España no va con ellos. Suponía yo que era imposible volver a encontrar en parte alguna del mundo aquel entusiasmo bullidor de Valencia, y, guardadas las distancias de magnitud y medios materiales, los orensanos casi se han adelantado.

Ha sido una página inolvidable.

En efecto, con Clarín se nos muere un pedazo, un resto de juventud...

¿Quién nos desgarrará como aquel perro? Mire usted que yo pasé cuatro o seis años de mi vida sin que un solo instante dejasen de resonar en mis oídos los ladridos furiosos del can. Y ni por esas. Hay quien cree que por esas. Yo no lo creo. Clarín tenía mucha vara alta con los barateros menudos de la crítica. Lo que él censuraba (?) no se atrevían ya a aplaudirlo infinitos periódicos y muchachos. No cabe duda que, para resistir a esa piqueta, algo de solidez habrá. Esto es parte a infundir algún orgullo, y en este sentido, Clarín sí nos hizo bien.

Mis señas en París: Hotel du Louvre.

Su amiga verdadera,

Emilia Pardo Bazán

El conocimiento y publicación de este epistolario es gracia que debo a mi buen amigo D. Emilio Luis Ferrari, hijo del poeta Emilio Ferrari.

- Capítulo XXX -

Pág. 30 de 30

Los Pazos de Ulloa Emilia Pardo Bazán

Diez años son una etapa, no sólo en la vida del individuo, sino en la de las naciones. Diez años comprenden un periodo de renovación: diez años rara vez corren en balde, y el que mira hacia atrás suele sorprenderse del camino que se anda en una década. Mas así como hay personas, hay lugares para los cuales es insensible el paso de una décima parte de siglo. Ahí están los Pazos de Ulloa, que no me dejarán mentir. La gran huronera, desafiando al tiempo, permanece tan pesada, tan sombría, tan adusta como siempre. Ninguna innovación útil o bella se nota en su mueblaje, en su huerto, en sus tierras de cultivo. Los lobos del escudo de armas no se han amansado; el pino no echa renuevos; las mismas ondas simétricas de agua petrificada bañan los estribos de la puente señorial.

En cambio la villita de Cebre, rindiendo culto al progreso, ha atendido a las mejoras morales y materiales, según frase de un cebreño ilustrado, que envía correspondencias a los diarios de Pontevedra y Orense. No se charla ya de política solamente en el estanco: para eso se ha fundado un Círculo de Instrucción y Recreo, Artes y Ciencias (lo reza su reglamento) y se han establecido algunas tiendecillas que el cebreño susodicho denomina bazares. Verdad es que los dos caciques aún continúan disputándose el mero y mixto imperio; mas ya parece seguro que Barbacana, representante de la reacción y la tradición, cede ante Trampeta, encarnación viviente de las ideas avanzadas y de la nueva edad.

Dicen algunos maliciosos que el secreto del triunfo del cacique liberal está en que su adversario, hoy canovista, se encuentra ya extremadamente viejo y achacoso, habiendo perdido mucha parte de sus bríos e indómito al par que traicionero carácter. Sea como quiera, el caso es que la influencia barbacanesca anda maltrecha y mermada.

Quien ha envejecido bastante, de un modo prematuro, es el antiguo capellán de los Pazos. Su pelo está estriado de rayitas argentadas; su boca se sume; sus ojos se empañan; se encorvan sus lomos. Avanza despaciosamente por el carrero angosto que serpea entre viñedos y matorrales conduciendo a la iglesia de Ulloa.

¡Qué iglesia tan pobre! Más bien parece la casuca de un aldeano, conociéndose únicamente su sagrado destino en la cruz que corona el tejadillo del pórtico. La impresión es de melancolía y humedad, el atrio herboso está a todas horas, aun a las meridianas, muy salpicado y como empapado de rocío. La tierra del atrio sube más alto que el peristilo de la iglesia, y ésta se hunde, se sepulta entre el terruño que lentamente va desprendiéndose del collado próximo. En una esquina del atrio, un pequeño campanario aislado sostiene el rajado esquilón; en el centro, una cruz baja, sobre tres gradas de piedra, da al cuadro un toque poético, pensativo. Allí, en aquel rincón del universo, vive Jesucristo... ¡pero cuán solo!, ¡cuán olvidado!

Julián se detuvo ante la cruz. Estaba viejo realmente, y también más varonil: algunos rasgos de su fisonomía delicada se marcaban, se delineaban con mayor firmeza; sus labios, contraídos y palidecidos, revelaban la severidad del hombre acostumbrado a dominar todo arranque pasional, todo impulso esencialmente terrestre. La edad viril le había enseñado y dado a conocer cuánto es el mérito y debe ser la corona del sacerdote puro. Habíase vuelto muy indulgente con los demás, al par que severo consigo mismo.

Al pisar el atrio de Ulloa notaba una impresión singularísima. Parecíale que alguna persona muy querida, muy querida para él, andaba por allí, resucitada, viviente, envolviéndole en su presencia, calentándole con su aliento. ¿Y quién podía ser esa persona? ¡Válgame Dios! ¡Pues no daba ahora en el dislate de creer que la señora de Moscoso vivía, a pesar de haber leído su esquela de defunción! Tan rara alucinación era, sin duda, causada por la vuelta a Ulloa, después de un paréntesis de dos lustros. ¡La muerte de la señora de Moscoso! Nada más fácil que cerciorarse de ella... Allí estaba el cementerio. Acercarse a un muro coronado de hiedra, empujar una puerta de madera, y penetrar en su recinto.

Era un lugar sombrío, aunque le faltasen los lánguidos sauces y cipreses que tan bien acompañan con sus actitudes teatrales y majestuosas la solemnidad de los camposantos. Limitábanlo, de una parte, las tapias de la iglesia; de otra, tres murallones revestidos de hiedra y plantas parásitas; y la puerta, fronteriza a la de entrada por el atrio, la formaba un enverjado de madera, al través del cual se veía diáfano y remoto horizonte de montañas, a la sazón color de violeta, por la hora, que era aquella en que el sol, sin calentar mucho todavía, empieza a subir hacia su zenit, y en que la naturaleza se despierta como saliendo de un baño, estremecida de frescura y frío matinal. Sobre la verja se inclinaba añoso olivo, donde nidaban mil gorriones alborotadores, que a veces azotaban y sacudían el ramaje con su voleteo apresurado; y hacíale frente una enorme mata de hortensia, mustia y doblegada por las lluvias de la estación, graciosamente enfermiza, con sus mazorcas de desmayadas flores azules y amarillentas. A esto se reducía todo el ornato del cementerio, mas no su vegetación, que por lo exuberante y viciosa ponía en el alma repugnancia y supersticioso pavor, induciendo a fantasear si en aquellas robustas ortigas, altas como la mitad de una persona, en aquella hierba crasa, en aquellos cardos vigorosos, cuyos pétalos ostentaban matices flavos de cirio, se habrían encarnado, por misteriosa transmigración, las almas, vegetativas también en cierto modo, de los que allí dormían para siempre, sin haber vivido, sin haber amado, sin haber palpitado jamás por ninguna idea elevada, generosa, puramente espiritual y abstracta, de las que agitan la conciencia del pensador y del artista. Parecía que era sustancia humana -pero de una humanidad ruda, primitiva, inferior, hundida hasta el cuello en la ignorancia y en la materia- la que nutría y hacía brotar con tan enérgica pujanza y savia tan copiosa aquella flora lúgubre por su misma lozanía. Y en efecto, en el terreno, repujado de pequeñas eminencias que contrastaban con la lisa planicie del atrio, advertía a veces el pie durezas de ataúdes mal cubiertos y blanduras y molicies que infundían grima y espanto, como si se pisaran miembros flácidos de cadáver. Un soplo helado, un olor peculiar de moho y podredumbre, un verdadero ambiente sepulcral se alzaba del suelo lleno de altibajos, rehenchido de difuntos amontonados unos encima de otros; y entre la verdura húmeda, surcada del surco brillante que dejan tras sí el caracol y la babosa, torcíanse las cruces de madera negra fileteadas de blanco, con rótulos curiosos, cuajados de faltas de ortografía y peregrinos disparates. Julián, que sufría la inquietud, el hormigueo en la planta de los pies que nos causa la sensación de hollar algo blando, algo viviente, o que por lo menos estuvo dotado de sensibilidad y vida, experimentó de pronto gran turbación: una de las cruces, más alta que las demás, tenía escrito en letras blancas un nombre. Acercóse y descifró la inscripción, sin pararse en deslices ortográficos: «Aquí hacen las cenizas de Primitibo Suarez, sus parientes y amijos ruegen a Dios por su alma»... El terreno, en aquel sitio, estaba turgente, formando una eminencia. Julián murmuró una oración, desvióse aprisa, creyendo sentir bajo sus plantas el cuerpo de bronce de su formidable enemigo. Al punto mismo se alzó de la cruz una mariposilla blanca, de esas últimas mariposas del año que vuelan despacio, como encogidas por la frialdad de la atmósfera, y se paran en seguida en el primer sitio favorable que encuentran. La siguió el nuevo cura de Ulloa y la vio posarse en un mezquino mausoleo, arrinconado entre la esquina de la tapia y el ángulo entrante que formaba la pared de la iglesia.

Allí se detuvo el insecto, y allí también Julián, con el corazón palpitante, con la vista nublada, y el espíritu, por vez primera después de largos años, trastornado y enteramente fuera de quicio, al choque de una conmoción tan honda y extraordinaria, que él mismo no hubiera podido explicarse cómo le invadía, avasallándole y sacándole de su natural ser y estado, rompiendo diques, saltando vallas, venciendo obstáculos, atropellando por todo, imponiéndose con la sobrehumana potencia de los sentimientos largo tiempo comprimidos y al fin dueños absolutos del alma porque rebosan de ella, porque la inundan y sumergen. No echó de ver siquiera la ridiculez del mausoleo, construido con piedras y cal, decorado con calaveras, huesos y otros emblemas fúnebres por la inexperta mano de algún embadurnador de aldea; no necesitó deletrear la inscripción, porque sabía de seguro que donde se había detenido la mariposa, allí descansaba Nucha, la señorita Marcelina, la santa, la víctima, la virgencita siempre cándida y celeste. Allí estaba, sola, abandonada, vendida, ultrajada, calumniada, con las muñecas heridas por mano brutal y el rostro marchito por la enfermedad, el terror y el dolor... Pensando en esto, la oración se interrumpió en labios de Julián, la corriente del existir retrocedió diez años, y en un transporte de los que en él eran poco frecuentes, pero súbitos e irresistibles, cayó de hinojos, abrió los brazos, besó ardientemente la pared del nicho, sollozando como niño o mujer, frotando las mejillas contra la fría superficie, clavando las uñas en la cal, hasta arrancarla...

Oyó risas, cuchicheos, jarana alegre, impropia del lugar y la ocasión. Se volvió y se incorporó confuso. Tenía delante una pareja hechicera, iluminada por el sol que ya ascendía aproximándose a la mitad del cielo. Era el muchacho el más guapo adolescente que puede soñar la fantasía; y si de chiquitín se parecía al Amor antiguo, la prolongación de líneas que distingue a la pubertad de la infancia le daba ahora semejanza notable con los arcángeles y ángeles viajeros de los grabados bíblicos, que unen a la lindeza femenina y a los rizados bucles asomos de graciosa severidad varonil. En cuanto a la niña, espigadita para sus once años, hería el corazón de Julián por el sorprendente parecido con su pobre madre a la misma edad: idénticas largas trenzas negras, idéntico rostro pálido, pero más mate, más moreno, de óvalo más puro, de ojos más luminosos y mirada más firme. ¡Vaya si conocía Julián a la pareja! ¡Cuántas veces la había tenido en su regazo!

Sólo una circunstancia le hizo dudar de si aquellos dos muchachos encantadores eran en realidad el bastardo y la heredera legítima de Moscoso. Mientras el hijo de Sabel vestía ropa de buen paño, de hechura como entre aldeano acomodado y señorito, la hija de Nucha, cubierta con un traje de percal, asaz viejo, llevaba los zapatos tan rotos, que puede decirse que iba descalza.

París, Marzo de 1886.


Pamplona. Museo de Navarra. Arqueta de Leyre

martes, 30 de diciembre de 2008

- Capítulo VI -

Pág. 06 de 30

Los Pazos de Ulloa Emilia Pardo Bazán

De los párrocos de las inmediaciones, con ninguno había hecho Julián tan buenas migas como con don Eugenio, el de Naya. El abad de Ulloa, al cual veía con más frecuencia, no le era simpático, por su desmedida afición al jarro y a la escopeta; y al abad de Ulloa, en cambio, le exasperaba Julián, a quien solía apodar mariquita; porque para el abad de Ulloa, la última de las degradaciones en que podía caer un hombre era beber agua, lavarse con jabón de olor y cortarse las uñas: tratándose de un sacerdote, el abad ponía estos delitos en parangón con la simonía. «Afeminaciones, afeminaciones», gruñía entre dientes, convencidísimo de que la virtud en el sacerdote, para ser de ley, ha de presentarse bronca, montuna y cerril; aparte de que un clérigo no pierde, ipso facto, los fueros de hombre, y el hombre debe oler a bravío desde una legua. Con los demás curas de las parroquias cercanas tampoco frisaba mucho Julián; así es que, convidado a las funciones de iglesia, acostumbraba retirarse tan pronto como se acababan las ceremonias, sin aceptar jamás la comida que era su complemento indispensable. Pero cuando don Eugenio le invitó con alegre cordialidad a pasar en Naya el día del patrón, aceptó de buen grado, comprometiéndose a no faltarle.

Según lo convenido, subió a Naya la víspera, rehusando la montura que le ofrecía don Pedro. ¡Para legua y media escasa! ¡Y con una tarde hermosísima! Apoyándose en un palo, dando tiempo a que anocheciese, deteniéndose a cada rato para recrearse mirando el paisaje, no tardó mucho en llegar al cerro que domina el caserío de Naya, tan oportunamente que vino a caer en medio del baile que, al son de la gaita, bombo y tamboril, a la luz de los fachones de paja de centeno encendidos y agitados alegremente, preludiaba a los regocijos patronales. Poco tardaron los bailarines en bajar hacia la rectoral, cantando y atruxando como locos, y con ellos descendió Julián.

El cura esperaba en la portalada misma: recogidas las mangas de su chaqueta, levantaba en alto un jarro de vino, y la criada sostenía la bandeja con vasos. Detúvose el grupo; el gaitero, vestido de pana azul, en actitud de cansancio, dejando desinflarse la gaita, cuyo punteiro caía sobre los rojos flecos del roncón, se limpiaba la frente sudorosa con un pañuelo de seda, y los reflejos de la paja ardiendo y de las luces que alumbraban la casa del cura permitían distinguir su cara guapota, de correctas facciones, realzada por arrogantes patillas castañas. Cuando le sirvieron el vino, el rústico artista dijo cortésmente: «¡A la salud del señor abade y la compaña!» y, después de echárselo al coleto, aún murmuró con mucha política, pasándose el revés de la mano por la boca: «De hoy en veinte años, señor abade». Las libaciones consecutivas no fueron acompañadas de más fórmulas de atención.

Disfrutaba el párroco de Naya de una rectoral espaciosa, alborozada a la sazón con los preparativos de la fiesta y asistía impávido a los preliminares del saco y ruina de su despensa, bodega, leñera y huerto. Era don Eugenio joven y alegre como unas pascuas, y su condición, más que de padre de almas, de pilluelo revoltoso y ladino; pero bajo la corteza infantil se escondía singular don de gentes y conocimiento de la vida práctica. Sociable y tolerante, había logrado no tener un solo enemigo entre sus compañeros. Le conceptuaban un rapaz inofensivo.

Tras el pocillo de aromoso chocolate, dio a Julián la mejor cama y habitación que poseía, y le despertó cuando la gaita floreaba la alborada, rayando ésta apenas en los cielos. Fueron juntos los dos clérigos a revisar el decorado de los altares, compuestos ya para la misa solemne. Julián pasaba la revista con especial devoción, puesto que el patrón de Naya era el suyo mismo, el bienaventurado San Julián, que allí estaba en el altar mayor con su carita inocentona, su estática sonrisilla, su chupa y calzón corto, su paloma blanca en la diestra, y la siniestra delicadamente apoyada en la chorrera de la camisola. La imagen modesta, la iglesia desmantelada y sin más adorno que algún rizado cirio y humildes flores aldeanas puestas en toscos cacharros de loza, todo excitaba en Julián tierna piedad, la efusión que le hacía tanto provecho, ablandándole y desentumeciéndole el espíritu. Iban llegando ya los curas de las inmediaciones, y en el atrio, tapizado de hierba, se oía al gaitero templar prolijamente el instrumento, mientras en la iglesia el hinojo, esparcido por las losas y pisado por los que iban entrando, despedía olor campestre y fresquísimo. La procesión se organizaba; San Julián había descendido del altar mayor; la cruz y los estandartes oscilaban sobre el remolino de gentes amontonadas ya en la estrecha nave, y los mozos, vestidos de fiesta, con su pañuelo de seda en la cabeza en forma de burelete, se ofrecían a llevar las insignias sacras. Después de dar dos vueltas por el atrio y de detenerse breves instantes frente al crucero, el santo volvió a entrar en la iglesia, y fue pujado, con sus andas, a una mesilla al lado del altar mayor muy engalanada, y cubierta con antigua colcha de damasco carmesí. La misa empezó, regocijada y rústica, en armonía con los demás festejos. Más de una docena de curas la cantaban a voz en cuello, y el desvencijado incensario iba y venía, con retintín de cadenillas viejas, soltando un humo espeso y aromático, entre cuya envoltura algodonosa parecía suavizarse el desentono del introito, la aspereza de las broncas laringes eclesiásticas. El gaitero, prodigando todos sus recursos artísticos, acompañaba con el punteiro desmangado de la gaita y haciendo oficios de clarinete. Cuando tenía que sonar entera la orquesta, mangaba otra vez el punteiro en el fol; así podía acompañar la elevación de la hostia con una solemne marcha real, y el postcomunio con una muñeira de las más recientes y brincadoras, que, ya terminada la misa, repetía en el vestíbulo, donde tandas de mozos y mozas se desquitaban, bailando a su sabor, de la compostura guardada por espacio de una hora en la iglesia. Y el baile en el atrio lleno de luz, el templo sembrado de hojas de hinojos y espadaña que magullaron los pisotones, alumbrado, más que por los cirios, por el sol que puerta y ventanas dejaban entrar a torrentes, los curas jadeantes, pero satisfechos y habladores, el santo tan currutaco y lindo, muy risueño en sus andas, con una pierna casi en el aire para empezar un minueto y la cándida palomita pronta a abrir las alas, todo era alegre, terrenal, nada inspiraba la augusta melancolía que suele imperar en las ceremonias religiosas. Julián se sentía tan muchacho y contento como el santo bendito, y salía ya a gozar el aire libre, acompañado de don Eugenio, cuando en el corro de los bailadores distinguió a Sabel, lujosamente vestida de domingo, girando con las demás mozas, al compás de la gaita. Esta vista le aguó un tanto la fiesta.

Era a semejante hora la rectoral de Naya un infierno culinario, si es que los hay. Allí se reunían una tía y dos primas de don Eugenio -a quienes por ser muchachas y frescas no quería el párroco tener consigo a diario en la rectoral-; el ama, viejecilla llorona, estorbosa e inútil, que andaba dando vueltas como un palomino atontado, y otra ama bien distinta, de rompe y rasga, la del cura de Cebre, que en sus mocedades había servido a un canónigo compostelano, y era célebre en el país por su destreza en batir mantequillas y asar capones. Esta fornida guisandera, un tanto bigotuda, alta de pecho y de ademán brioso, había vuelto la casa de arriba abajo en pocas horas, barriéndola desde la víspera a grandes y furibundos escobazos, retirando al desván los trastos viejos, empezando a poner en marcha el formidable ejército de guisos, echando a remojo los lacones y garbanzos, y revistando, con rápida ojeada de general en jefe, la hidrópica despensa, atestada de dádivas de feligreses; cabritos, pollos, anguilas, truchas, pichones, ollas de vino, manteca y miel, perdices, liebres y conejos, chorizos y morcillas. Conocido ya el estado de las provisiones, ordenó las maniobras del ejército: las viejas se dedicaron a desplumar aves, las mozas a fregar y dejar como el oro peroles, cazos y sartenes, y un par de mozancones de la aldea, uno de ellos idiota de oficio, a desollar reses y limpiar piezas de caza.

Si se encontrase allí algún maestro de la escuela pictórica flamenca, de los que han derramado la poesía del arte sobre la prosa de la vida doméstica y material, ¡con cuánto placer vería el espectáculo de la gran cocina, la hermosa actividad del fuego de leña que acariciaba la panza reluciente de los peroles, los gruesos brazos del ama confundidos con la carne no menos rolliza y sanguínea del asado que aderezaba, las rojas mejillas de las muchachas entretenidas en retozar con el idiota, como ninfas con un sátiro atado, arrojándole entre el cuero y la camisa puñados de arroz y cucuruchos de pimiento! Y momentos después, cuando el gaitero y los demás músicos vinieron a reclamar su parva o desayuno, el guiso de intestinos de castrón, hígado y bofes, llamado en el país mataburrillo, ¡cuán digna de su pincel encontraría la escena de rozagante apetito, de expansión del estómago, de carrillos hinchados y tragos de mosto despabilados al vuelo, que allí se representó entre bromas y risotadas!

¿Y qué valía todo ello en comparación del festín homérico preparado en la sala de la rectoral? Media docena de tablas tendidas sobre otros tantos cestos, ayudaban a ensanchar la mesa cuotidiana; por encima dos limpios manteles de lamanisco sostenían grandes jarros rebosando tinto añejo; y haciéndoles frente, en una esquina del aposento, esperaban turno ventrudas ollas henchidas del mismo líquido. La vajilla era mezclada, y entre el estaño y barro vidriado descollaba algún talavera legítimo, capaz de volver loco a un coleccionista, de los muchos que ahora se consagran a la arcana ciencia de los pucheros. Ante la mesa y sus apéndices, no sin mil cumplimientos y ceremonias, fueron tomando asiento los padres curas, porfiando bastante para ceder los asientos de preferencia, que al cabo tocaron al obeso Arcipreste de Loiro -la persona más respetable en años y dignidad de todo el clero circunvecino, que no había asistido a la ceremonia por no ahogarse con las apreturas del gentío en la misa-, y a Julián, en quien don Eugenio honraba a la ilustre casa de Ulloa. Sentóse Julián avergonzado, y su confusión subió de punto durante la comida. Por ser nuevo en el país y haber rehusado siempre quedarse a comer en las fiestas, era blanco de todas las miradas. Y la mesa estaba imponente. La rodeaban unos quince curas y sobre ocho seglares, entre ellos el médico, notario y juez de Cebre, el señorito de Limioso, el sobrino del cura de Boán, y el famosísimo cacique conocido por el apodo de Barbacana, que apoyándose en el partido moderado a la sazón en el poder, imperaba en el distrito y llevaba casi anulada la influencia de su rival el cacique Trampeta, protegido por los unionistas y mal visto por el clero. En suma, allí se juntaba lo más granado de la comarca, faltando sólo el marqués de Ulloa, que vendría de fijo a los postres. La monumental sopa de pan rehogada en grasa, con chorizo, garbanzos y huevos cocidos cortados en ruedas, circulaba ya en gigantescos tarterones, y se comía en silencio, jugando bien las quijadas. De vez en cuando se atrevía algún cura a soltar frases de encomio a la habilidad de la guisandera; y el anfitrión, observando con disimulo quiénes de los convidados andaban remisos en mascar, les instaba a que se animasen, afirmando que era preciso aprovecharse de la sopa y del cocido, pues apenas había otra cosa.Creyéndolo así Julián, y no pareciéndole cortés desairar a su huésped, cargó la mano en la sopa y el cocido. Grande fue su terror cuando empezó a desfilar interminable serie de platos, los veintiséis tradicionales en la comida del patrón de Naya, no la más abundante que se servía en el arciprestazgo, pues Loiro se le aventajaba mucho.

Para llegar al número prefijado, no había recurrido la guisandera a los artificios con que la cocina francesa disfraza los manjares bautizándolos con nombres nuevos o adornándolos con arambeles y engañifas. No, señor: en aquellas regiones vírgenes no se conocía, loado sea Dios, ninguna salsa o pebre de origen gabacho, y todo era neto, varonil y clásico como la olla. ¿Veintiséis platos? Pronto se hace la lista: pollos asados, fritos, en pepitoria, estofados, con guisantes, con cebollas, con patatas y con huevos; aplíquese el mismo sistema a la carne, al puerco, al pescado y al cabrito. Así, sin calentarse los cascos, presenta cualquiera veintiséis variados manjares.

¡Y cómo se burlaría la guisandera si por arte de magia apareciese allí un cocinero francés empeñado en redactar un menú, en reducirse a cuatro o seis principios, en alternar los fuertes con los ligeros y en conceder honroso puesto a la legumbre! ¡Legumbres a mí!, diría el ama del cura de Cebre, riéndose con toda su alma y todas sus caderas también. ¡Legumbres el día del patrón! Son buenas para los cerdos.

Ahíto y mareado, Julián no tenía fuerzas sino para rechazar con la mano las fuentes que no cesaban de circular pasándoselas los convidados unos a otros: a bien que ya le observaban menos, pues la conversación se calentaba. El médico de Cebre, atrabiliario, magro y disputador; el notario, coloradote y barbudo, osaban decir chistes, referir anécdotas; el sobrino del cura de Boán, estudiante de derecho, muy enamorado de condición, hablaba de mujeres, ponderaba la gracia de las señoritas de Molende y la lozanía de una panadera de Cebre, muy nombrada en el país; los curas al pronto no tomaron parte, y como Julián bajase la vista, algunos comensales, después de observarle de reojo, se hicieron los desentendidos. Mas duró poco la reserva; al ir vaciándose los jarros y desocupándose las fuentes, nadie quiso estar callado y empezaron las bromas a echar chispas.

Máximo Juncal, el médico, recién salido de las aulas compostelanas, soltó varias puntadas sobre política, y también malignas pullas referentes al grave escándalo que a la sazón traía muy preocupados a los revolucionarios de provincia: Sor Patrocinio, sus manejos, su influencia en Palacio. Alborotáronse dos o tres curas; y el cacique Barbacana, con suma gravedad, volviendo hacia Juncal su barba florida y luenga, díjole desdeñosamente una verdad como un templo: que «muchos hablaban de lo que no entendían», a lo cual el médico replicó, vertiendo bilis por ojos y labios, «que pronto iba a llegar el día de la gran barredura, que luego se armaría el tiberio del siglo, y que los neos irían a contarlo a casa de su padre Judas Iscariote».

Afortunadamente profirió estos tremendos vaticinios a tiempo que la mayor parte de los párrocos se hallaban enzarzados en la discusión teológica, indispensable complemento de todo convite patronal. Liados en ella, no prestó atención a lo que el médico decía ninguno de los que podían volvérselas al cuerpo: ni el bronco abad de Ulloa, ni el belicoso de Boán, ni el Arcipreste, que siendo más sordo que una tapia, resolvía las discusiones políticas a gritos, alzando el índice de la mano derecha como para invocar la cólera del cielo. En aquel punto y hora, mientras corrían las fuentes de arroz con leche, canela y azúcar, y se agotaban las copas de tostado, llegaba a su periodo álgido la disputa, y se entreoían argumentos, proposiciones, objeciones y silogismos.

-Nego majorem...

-Probo minorem.

-Eh... Boán, que con mucho disimulo me estás echando abajo la gracia...

-Compadre, cuidado... Si adelanta usted un poquito más nos vamos a encontrar con el libre albedrío perdido.

-Cebre, mira que vas por mal camino: ¡mira que te marchas con Pelagio!

-Yo a San Agustín me agarro, y no lo suelto.

-Esa proposición puede admitirse simpliciter, pero tomándola en otro sentido... no cuela.

-Citaré autoridades, todas las que se me pidan: ¿a que no me citas tú ni media docena? A ver

-Es sentir común de la Iglesia desde los primeros concilios.

-Es punto opinable, ¡quoniam! A mí no me vengas a asustar tú con concilios ni concilias.

-¿Querrás saber más que Santo Tomás?

-¿Y tú querrás ponerte contra el Doctor de la gracia?

-¡Nadie es capaz de rebatirme esto! Señores... la gracia...

-¡Que nos despeñamos de vez! ¡Eso es herejía formal; es pelagianismo puro!

-Qué entiendes tú, qué entiendes tú... Lo que tú censures, que me lo claven...

-Que diga el señor Arcipreste... Vamos a aventurar algo a que no me deja mal el señor Arcipreste.

El Arcipreste era respetado más por su edad que por su ciencia teológica; y se sosegó un tanto el formidable barullo cuando se incorporó difícilmente, con ambas manos puestas tras los oídos, vertiendo sangre por la cara, a fin de dirimir, si cabía lograrlo, la contienda. Pero un incidente distrajo los ánimos: el señorito de Ulloa entraba seguido de dos perros perdigueros, cuyos cascabeles acompañaban su aparición con jubiloso repique. Venía, según su promesa, a tomar una copa a los postres; y la tomó de pie, porque le aguardaba un bando de perdices allá en la montaña.

Hízosele muy cortés recibimiento, y los que no pudieron agasajarle a él agasajaron a la Chula y al Turco, que iban apoyando la cabeza en todas las rodillas, lamiendo aquí un plato y zampándose un bizcocho allá. El señorito de Limioso se levantó resuelto a acompañar al de Ulloa en la excursión cinegética, para lo cual tenía prevenido lo necesario, pues rara vez salía del Pazo de Limioso sin echarse la escopeta al hombro y el morral a la cintura.

Cuando partieron los dos hidalgos, ya se había calmado la efervescencia de la discusión sobre la gracia, y el médico, en voz baja, le recitaba al notario ciertos sonetos satírico-políticos que entonces corrían bajo el nombre de belenes. Celebrábalos el notario, particularmente cuando el médico recalcaba los versos esmaltados de alusiones verdes y picantes. La mesa, en desorden, manchada de salsas, ensangrentada de vino tinto, y el suelo lleno de huesos arrojados por los comensales menos pulcros, indicaban la terminación del festín; Julián hubiera dado algo bueno por poderse retirar; sentíase cansado, mortificado por la repugnancia que le inspiraban las cosas exclusivamente materiales; pero no se atrevía a interrumpir la sobremesa, y menos ahora que se entregaban al deleite de encender algún pitillo y murmurar de las personas más señaladas en el país. Se trataba del señorito de Ulloa, de su habilidad para tumbar perdices, y sin que Julián adivinase la causa, se pasó inmediatamente a hablar de Sabel, a quien todos habían visto por la mañana en el corro de baile; se encomió su palmito, y al mismo tiempo se dirigieron a Julián señas y guiños, como si la conversación se relacionase con él. El capellán bajaba la vista según costumbre, y fingía doblar la servilleta; mas de improviso, sintiendo uno de aquellos chispazos de cólera repentina y momentánea que no era dueño de refrenar, tosió, miró en derredor, y soltó unas cuantas asperezas y severidades que hicieron enmudecer a la asamblea. Don Eugenio, al ver aguada la sobremesa, optó por levantarse, proponiendo a Julián que saliesen a tomar el fresco en la huerta: algunos clérigos se alzaron también, anunciando que iban a echar completas; otros se escurrieron en compañía del médico, el notario, el juez y Barbacana, a menear los naipes hasta la noche.

Refugiáronse al huerto el cura de Naya y Julián, pasando por la cocina, donde la algazara de los criados, primas del cura, cocineras y músicos era formidable, y los jarros se evaporaban y la comilona amenazaba durar hasta el sol puesto. El huerto, en cambio, permanecía en su tranquilo y poético sosiego primaveral, con una brisa fresquita que columpiaba las últimas flores de los perales y cerezos, y acariciaba el recio follaje de las higueras, a cuya sombra, en un ribazo de mullida grama, se tendieron ambos presbíteros, no sin que don Eugenio, sacando un pañuelo de algodón a cuadros, se tapase con él la cabeza, para resguardarla de las importunidades de alguna mosca precoz. A Julián todavía le duraba el sofoco, la llamarada de indignación; pero ya le pesaba, de su corta paciencia, y resolvía ser más sufrido en lo venidero. Aunque bien mirado...

-¿Quiere escotar un sueño? -preguntó el de Naya al verle tan cabizbajo y mustio.

-No; lo que yo quería, Eugenio, era pedirle que me dispensase el enfado que tomé allá en la mesa... Conozco que soy a veces así... un poco vivo... y luego hay conversaciones que me sacan de tino, sin poderlo remediar. Usted póngase en mi caso.

-Pongo, pongo... Pero a mí me están embromando también a cada rato con las primas..., y hay que aguantar, que no lo hacen con mala intención; es por reírse un poco.

-Hay bromas de bromas, y a mí me parecen delicadas para un sacerdote las que tocan a la honestidad y a la pureza. Si aguanta uno por respetos humanos esos dichos, acaso pensarán que ya tiene medio perdida la vergüenza para los hechos. Y ¿qué sé yo si alguno, no digo de los sacerdotes, no quiero hacerles tal ofensa, pero de los seglares, creerá que en efecto...?

El de Naya aprobó con la cabeza como quien reconoce la fuerza de una observación; pero, al mismo tiempo, la sonrisa con que lucía la desigual dentadura era suave e irónica protesta contra tanta rigidez.

-Hay que tomar el mundo según viene... -murmuró filosóficamente-. Ser bueno es lo que importa; porque ¿quién va a tapar las bocas de los demás? Cada uno habla lo que le parece, y gasta las guasas que quiere... En teniendo la conciencia tranquila...

-No, señor; no, señor; poco a poco -replicó acaloradamente Julián-. No sólo estamos obligados a ser buenos, sino a parecerlo; y aún es peor en un sacerdote, si me apuran, el mal ejemplo y el escándalo, que el mismo pecado. Usted bien lo sabe, Eugenio; lo sabe mejor que yo, porque tiene cura de almas.

-También usted se apura ahí por una chanza, por una tontería, lo mismo que si ya todo el mundo le señalase con el dedo... Se necesita una vara de correa para vivir entre gentes. A este paso no le arriendo la ganancia, porque no va a sacar para disgustos.

Caviloso y cejijunto, había cogido Julián un palito que andaba por el suelo, y se entretenía en clavarlo en la hierba. Levantó la cabeza de pronto.

-Eugenio, ¿es mi amigo?

-Siempre, hombre, siempre -contestó afable y sinceramente el de Naya.

-Pues séame franco. Hábleme como si estuviésemos en el confesonario. ¿Se dice por ahí... eso?

-¿Lo qué?

-Lo de que yo... tengo algo que ver... con esa muchacha, ¿eh? Porque puede usted creerme, y se lo juraría si fuese lícito jurar: bien sabe Dios que la tal mujer hasta me es aborrecible, y que no le habré mirado a la cara media docena de veces desde que estoy en los Pazos.

-No, pues a la cara se le puede mirar, que la tiene como una rosa... Ea, sosiéguese: a mí se me figura que nadie piensa mal de usted con Sabel. El marqués no inventó la pólvora, es cierto que no, y la moza se distraerá con los de su clase cuanto quiera, dígalo el bailoteo en la gaita de hoy; pero no iba a tener la desvergüenza de pegársela en sus barbas, con el mismo capellán... Hombre, no hagamos tan estúpido al marqués.

Julián se volvió, más bien arrodillado que sentado en la grama, con los ojos abiertos de par en par.

-Pero... el señorito..., ¿qué tiene que ver el señorito...?

El cura de Naya saltó a su vez, sin que ninguna mosca le picase, y prorrumpió en juvenil carcajada. Julián, comprendiendo, preguntó nuevamente:

-Luego el chiquillo... el Perucho...

Tornó don Eugenio a reír hasta el extremo de tener que limpiarse los lagrimales con el pañuelo de cuadros.

-No se ofenda... -murmuraba entre risa y llanto-. No se ofenda porque me río así... Es que, de veras, no me puedo contener cuando me pega la risa; un día hasta me puse malo... Esto es como las cosqui... cosquillas... involuntario...

Aplacado el acceso de risa, añadió:

-Es que yo siempre lo tuve a usted por un bienaventurado, como nuestro patrón San Julián..., pero esto pasa de castaño oscuro... ¡Vivir en los Pazos y no saber lo que ocurre en ellos! ¿O es que quiere hacerse el bobo?

-A fe, no sospechaba nada, nada, nada. ¿Usted piensa que iba a quedarme allí ni dos días, caso de averiguarlo antes?

¿Autorizar con mi presencia un amancebamiento? ¿Pero... usted está seguro de lo que dice?

-Hombre... ¿tiene usted gana de cuentos? ¿Es usted ciego? ¿No lo ha notado? Pues repárelo.

-¡Qué sé yo! ¡Cuando uno no está en la malicia! Y el niño..., ¡infeliz criatura! El niño me da tanta compasión... Allí se cría como un morito... ¿Se comprende que haya padres tan sin entrañas?

-Bah... Esos hijos así, nacidos por detrás de la Iglesia... Luego, si uno oye a los de aquí y a los de allá... Cada cual dice lo que se le antoja... La moza es alegre como unas castañuelas; todo el mundo en las romerías le debe dos cuartos: uno la convida a rosquillas, el otro a resolio, éste la saca a bailar, aquél la empuja... Se cuentan mil enredos... ¿Usted se ha fijado en el gaitero que tocó hoy en la misa?

-¿Un buen mozo, con patillas?

-Cabal. Le llaman el Gallo de mote. Pues dicen si la acompaña o no por los caminos... ¡Historias!

Por detrás de la tapia del huerto se oyó entonces vocerío alegre y argentinas carcajadas.

-Son las primas... -dijo don Eugenio-. Van a la gaita, que está tocando en el crucero ahora. ¿Quiere usted venir un ratito? A ver si se le pasa el disgusto... Ahí en casa unos rezan y otros juegan... Yo no rezo nunca sobre la comida.

-Vamos allá -contestó Julián, que se había quedado ensimismado.

-Nos sentaremos al pie del crucero.

domingo, 30 de noviembre de 2008

- Capítulo V -

Pág. 05 de 30

Los Pazos de Ulloa Emilia Pardo Bazán

Del famoso arreglo del archivo sacó Julián los pies fríos y la cabeza caliente: él bien quisiera despabilarse, aplicar prácticamente las nociones adquiridas acerca del estado de la casa, para empezar a ejercer con inteligencia sus funciones de administrador, mas no acertaba, no podía; su inexperiencia en cosas rurales y jurídicas se traslucía a cada paso. Trataba de estudiar el mecanismo interior de los Pazos: tomábase el trabajo de ir a los establos, a las cuadras, de enterarse de los cultivos, de visitar la granera, el horno, los hórreos, las eras, las bodegas, los alpendres, cada dependencia y cada rincón; de preguntar para qué servía esto y aquello y lo de más allá, y cuánto costaba y a cómo se vendía; labor inútil, pues olfateando por todas partes abusos y desórdenes, no conseguía nunca, por su carencia de malicia y de gramática parda, poner el dedo sobre ellos y remediarlos. El señorito no le acompañaba en semejantes excursiones: harto tenía que hacer con ferias, caza y visitas a gentes de Cebre o del señorío montañés, de suerte que el guía de Julián era Primitivo. Guía pesimista si los hay. Cada reforma que Julián quería plantear, la calificaba de imposible, encogiéndose de hombros; cada superfluidad que intentaba suprimir, la declaraba el cazador indispensable al buen servicio de la casa. Ante el celo de Julián surgían montones de dificultades menudas, impidiéndole realizar ninguna modificación útil. Y lo más alarmante era observar la encubierta, pero real omnipotencia de Primitivo. Mozos, colonos, jornaleros, y hasta el ganado en los establos, parecía estarle supeditado y propicio: el respeto adulador con que trataban al señorito, el saludo, mitad desdeñoso y mitad indiferente que dirigían al capellán, se convertían en sumisión absoluta hacia Primitivo, no manifestada por fórmulas exteriores, sino por el acatamiento instantáneo de su voluntad, indicada a veces con sólo el mirar directo y frío de sus ojuelos sin pestañas. Y Julián se sentía humillado en presencia de un hombre que mandaba allí como indiscutible autócrata, desde su ambiguo puesto de criado con ribetes de mayordomo. Sentía pesar sobre su alma la ojeada escrutadora de Primitivo que avizoraba sus menores actos, y estudiaba su rostro, sin duda para averiguar el lado vulnerable de aquel presbítero, sobrio, desinteresado, que apartaba los ojos de las jornaleras garridas. Tal vez la filosofía de Primitivo era que no hay hombre sin vicio, y no había de ser Julián la excepción.

Corría entre tanto el invierno, y el capellán se habituaba a la vida campestre. El aire vivo y puro le abría el apetito: no sentía ya las efusiones de devoción que al principio, y sí una especie de caridad humana que le llevaba a interesarse en lo que veía a su alrededor, especialmente los niños y los irracionales, con quienes desahogaba su instintiva ternura. Aumentábase su compasión hacia Perucho, el rapaz embriagado por su propio abuelo; le dolía verle revolcarse constantemente en el lodo del patio, pasarse el día hundido en el estiércol de las cuadras, jugando con los becerros, mamando del pezón de las vacas leche caliente o durmiendo en el pesebre, entre la hierba destinada al pienso de la borrica; y determinó consagrar algunas horas de las largas noches de invierno a enseñar al chiquillo el abecedario, la doctrina y los números. Para realizarlo se acomodaba en la vasta mesa, no lejos del fuego del hogar, cebado por Sabel con gruesos troncos; y cogiendo al niño en sus rodillas, a la luz del triple mechero del velón, le iba guiando pacientemente el dedo sobre el silabario, repitiendo la monótona salmodia por donde empieza el saber: be-a bá, be-e bé, be-i bí... El chico se deshacía en bostezos enormes, en muecas risibles, en momos de llanto, en chillidos de estornino preso; se acorazaba, se defendía contra la ciencia de todas las maneras imaginables, pateando, gruñendo, escondiendo la cara, escurriéndose, al menor descuido del profesor, para ocultarse en cualquier rincón o volverse al tibio abrigo del establo.

En aquel tiempo frío, la cocina se convertía en tertulia, casi exclusivamente compuesta de mujeres. Descalzas y pisando de lado, como recelosas, iban entrando algunas, con la cabeza resguardada por una especie de mandilón de picote; muchas gemían de gusto al acercarse a la deleitable llama; otras, tomando de la cintura el huso y el copo de lino, hilaban después de haberse calentado las manos, o sacando del bolsillo castañas, las ponían a asar entre el rescoldo; y todas, empezando por cuchichear bajito, acababan por charlotear como urracas. Era Sabel la reina de aquella pequeña corte: sofocada por la llama, con los brazos arremangados, los ojos húmedos, recibía el incienso de las adulaciones, hundía el cucharón de hierro en el pote, llenaba cuencos de caldo, y al punto una mujer desaparecía del círculo, refugiábase en la esquina o en un banco, donde se la oía mascar ansiosamente, soplar el hirviente bodrio y lengüetear contra la cuchara. Noches había en que no se daba la moza punto de reposo en colmar tazas, ni las mujeres en entrar, comer y marcharse para dejar a otras el sitio: allí desfilaba sin duda, como en mesón barato, la parroquia entera. Al salir cogían aparte a Sabel, y si el capellán no estuviese tan distraído con su rebelde alumno, vería algún trozo de tocino, pan o lacón rápidamente escondido en un justillo, o algún chorizo cortado con prontitud de las ristras pendientes en la chimenea, que no menos velozmente pasaba a las faltriqueras. La última tertuliana que se quedaba, la que secreteaba más tiempo y más íntimamente con Sabel, era la vieja de las greñas de estopa, entrevista por Julián la noche de su llegada a los Pazos. Era imponente la fealdad de la bruja: tenía las cejas canas, y, de perfil, le sobresalían, como también las cerdas de un lunar; el fuego hacía resaltar la blancura del pelo, el color atezado del rostro, y el enorme bocio o papera que deformaba su garganta del modo más repulsivo. Mientras hablaba con la frescachona Sabel, la fantasía de un artista podía evocar los cuadros de tentaciones de San Antonio en que aparecen juntas una asquerosa hechicera y una mujer hermosa y sensual, con pezuña de cabra.

Sin explicarse el porqué, empezó a desagradar a Julián la tertulia y las familiaridades de Sabel, que se le arrimaba continuamente, a pretexto de buscar en el cajón de la mesa un cuchillo, una taza, cualquier objeto indispensable. Cuando la aldeana fijaba en él sus ojos azules, anegados en caliente humedad, el capellán experimentaba malestar violento, comparable sólo al que le causaban los de Primitivo, que a menudo sorprendía clavados a hurtadillas en su rostro. Ignorando en qué fundar sus recelos, creía Julián que meditaban alguna asechanza. Era Primitivo, salvo tal cual momentáneo acceso de brusca y selvática alegría, hombre taciturno, a cuya faz de bronce asomaban rara vez los sentimientos; y con todo eso, Julián se juzgaba blanco de hostilidad encubierta por parte del cazador; en rigor, ni hostilidad podía llamarse; más bien tenía algo de observación y acecho, la espera tranquila de una res, a quien, sin odiarla, se desea cazar cuanto antes. Semejante actitud no podía definirse, ni expresarse apenas. Julián se refugió en su cuarto, adonde hizo subir, medio arrastro, al niño, para la lección acostumbrada. Así como así, el invierno había pasado, y el calor de la lareira no era apetecible ya.

En su habitación pudo el capellán notar mejor que en la cocina la escandalosa suciedad del angelote. Media pulgada de roña le cubría la piel; y en cuanto al cabello, dormían en él capas geológicas, estratificaciones en que entraba tierra, guijarros menudos, toda suerte de cuerpos extraños. Julián cogió a viva fuerza al niño, lo arrastró hacia la palangana, que ya tenía bien abastecida de jarras, toallas y jabón. Empezó a frotar. ¡María Santísima y qué primer agua la que salió de aquella empecatada carita! Lejía pura, de la más turbia y espesa. Para el pelo fue preciso emplear aceite, pomada, agua a chorros, un batidor de gruesas púas que desbrozase la virgen selva. Al paso que adelantaba la faena, iban saliendo a luz las bellísimas facciones, dignas del cincel antiguo, coloreadas con la pátina del sol y del aire; y los bucles, libres de estorbos, se colocaban artísticamente como en una testa de Cupido, y descubrían su matiz castaño dorado, que acababa de entonar la figura. ¡Era pasmoso lo bonito que había hecho Dios a aquel muñeco!

Todos los días, que gritase o que se resignase el chiquillo, Julián lo lavaba así antes de la lección. Por aquel respeto que profesaba a la carne humana no se atrevía a bañarle el cuerpo, medida bien necesaria en verdad. Pero con los lavatorios y el carácter bondadoso de Julián, el diablillo iba tomándose demasiadas confianzas, y no dejaba cosa a vida en el cuarto. Su desaplicación, mayor a cada instante, desesperaba al pobre presbítero: la tinta le servía a Perucho para meter en ella la mano toda y plantarla después sobre el silabario; la pluma, para arrancarle las barbas y romperle el pico cazando moscas en los vidrios; el papel, para rasgarlo en tiritas o hacer con él cucuruchos; las arenillas, para volcarlas sobre la mesa y figurar con ellas montes y collados, donde se complacía en producir cataclismos hundiendo el dedo de golpe. Además, revolvía la cómoda de Julián, deshacía la cama brincando encima, y un día llegó al extremo de prender fuego a las botas de su profesor, llenándolas de fósforos encendidos.

Bien aguantaría Julián estas diabluras con la esperanza de sacar algo en limpio de semejante hereje; pero se complicaron con otra cosa bastante más desagradable: las idas y venidas frecuentes de Sabel por su habitación. Siempre encontraba la moza algún pretexto para subir: que se le había olvidado recoger el servicio del chocolate; que se le había esquecido mudar la toalla. Y se endiosaba, y tardaba un buen rato en bajar, entreteniéndose en arreglar cosas que no estaban revueltas, o poniéndose de pechos en la ventana, muy risueña y campechanota, alardeando de una confianza que Julián, cada día más reservado, no autorizaba en modo alguno.

Una mañana entró Sabel a la hora de costumbre con las jarras de agua para las abluciones del presbítero, que, al recibirlas, no pudo menos de reparar, en una rápida ojeada, cómo la moza venía en justillo y enaguas, con la camisa entreabierta, el pelo destrenzado y descalzos un pie y pierna blanquísimos, pues Sabel, que se calzaba siempre y no hacía más que la labor de cocina y ésa con mucha ayuda de criadas de campo y comadres, no tenía la piel curtida, ni deformados los miembros. Julián retrocedió, y la jarra tembló en su mano, vertiéndose un chorro de agua por el piso.

-Cúbrase usted, mujer -murmuró con voz sofocada por la vergüenza-. No me traiga nunca el agua cuando esté así... no es modo de presentarse a la gente.

-Me estaba peinando y pensé que me llamaba... -respondió ella sin alterarse, sin cruzar siquiera las palmas sobre el escote.

-Aunque la llamase no era regular venir en ese traje... Otra vez que se esté peinando que me suba el agua Cristobo o la chica del ganado... o cualquiera...

Y al pronunciar estas palabras, volvíase de espaldas para no ver más a Sabel, que se retiraba lentamente.

Desde aquel punto y hora, Julián se desvió de la muchacha como de un animal dañino e impúdico; no obstante, aún le parecía poco caritativo atribuir a malos fines su desaliño indecoroso, prefiriendo achacarlo a ignorancia y rudeza. Pero ella se había propuesto demostrar lo contrario. Poco tiempo iba transcurrido desde la severa reprimenda, cuando una tarde, mientras Julián leía tranquilamente la Guía de Pecadores, sintió entrar a Sabel y notó, sin levantar la cabeza, que algo arreglaba en el cuarto. De pronto oyó un golpe, como caída de persona contra algún mueble, y vio a la moza recostada en la cama, despidiendo lastimeros ayes y hondos suspiros. Se quejaba de una aflición, una cosa repentina, y Julián, turbado pero compadecido, acudió a empapar una toalla para humedecerle las sienes, y a fin de ejecutarlo se acercó a la acongojada enferma. Apenas se inclinó hacia ella, pudo -a pesar de su poca experiencia y ninguna malicia- convencerse de que el supuesto ataque no era sino bellaquería grandísima y sinvergüenza calificada. Una ola de sangre encendió a Julián hasta el cogote: sintió la cólera repentina, ciega, que rarísima vez fustigaba su linfa, y señalando a la puerta, exclamó:

-Se me va usted de aquí ahora mismo o la echo a empellones..., ¿entiende usted? No me vuelve usted a cruzar esa puerta... Todo, todo lo que necesite, me lo traerá Cristobo... ¡Largo inmediatamente!

Retiróse la moza cabizbaja y mohína, como quien acaba de sufrir pesado chasco. Julián, por su parte, quedó tembloroso, agitado, descontento de sí mismo, cual suelen los pacíficos cuando ceden a un arrebato de ira: hasta sentía dolor físico, en el epigastrio. A no dudarlo, se había excedido; debió dirigir a aquella mujer una exhortación fervorosa, en vez de palabras de menosprecio. Su obligación de sacerdote era enseñar, corregir, perdonar, no pisotear a la gente como a los bichos del archivo. Al cabo Sabel tenía un alma, redimida por la sangre de Cristo igual que otra cualquiera. Pero ¿quién reflexiona, quién se modera ante tal descaro? Hay un movimiento que llaman los escolásticos primo primis fatal e inevitable. Así se consolaba el capellán. De todos modos, era triste cosa tener que vivir con aquella mala hembra, no más púdica que las vacas. ¿Cómo podía haber mujeres así? Julián recordaba a su madre, tan modosa, siempre con los ojos bajos y la voz almibarada y suave, con su casabé abrochado hasta la nuez, sobre el cual, para mayor recato, caía liso, sin arrugas, un pañuelito de seda negra. ¡Qué mujeres! ¡Qué mujeres se encuentran por el mundo!

Desde el funesto lance tuvo Julián que barrerse el cuarto y subirse el agua, porque ni Cristobo ni las criadas hicieron caso de sus órdenes, y a Sabel no quería verle ni la sombra en la puerta. Lo que más extrañeza y susto le causó fue observar que Primitivo, después del suceso, no se recataba ya para mirarle con fijeza terrible, midiéndole con una ojeada que equivalía a una declaración de guerra. Julián no podía dudar que estorbaba en los Pazos: ¿por qué? A veces meditaba en ello interrumpiendo la lectura de Fray Luis de Granada y de los seis libros de San Juan Crisóstomo sobre el sacerdocio; pero al poco rato, descorazonado por tanta mezquina contrariedad, desesperando de ser útil jamás a la casa de Ulloa, se enfrascaba nuevamente en sus páginas místicas.

jueves, 30 de octubre de 2008

- Capítulo IV -

Pág. 04 de 30

Los Pazos de Ulloa Emilia Pardo Bazán

Y el capellán lidió con ellos a brazo partido, sin tregua, tres o cuatro horas todas las mañanas. Primero limpió, sacudió, planchó sirviéndose de la palma de la mano, pegó papelitos de cigarro a fin de juntar los pedazos rotos de alguna escritura. Parecíale estar desempolvando, encolando y poniendo en orden la misma casa de Ulloa, que iba a salir de sus manos hecha una plata. La tarea, en apariencia fácil, no dejaba de ser enfadosa para el aseado presbítero: le sofocaba una atmósfera de mohosa humedad; cuando alzaba un montón de papeles depositado desde tiempo inmemorial en el suelo, caía a veces la mitad de los documentos hecha añicos por el diente menudo e incansable del ratón; las polillas, que parecen polvo organizado y volante, agitaban sus alas y se le metían por entre la ropa; las correderas, perseguidas en sus más secretos asilos, salían ciegas de furor o de miedo, obligándole, no sin gran repugnancia, a despachurrarlas con los tacones, tapándose los oídos para no percibir el ¡chac! estremecedor que produce el cuerpo estrujado del insecto; las arañas, columpiando su hidrópica panza sobre sus descomunales zancos, solían ser más listas y refugiarse prontísimamente en los rincones oscuros, a donde las guía misterioso instinto estratégico. De tanto asqueroso bicho tal vez el que más repugnaba a Julián era una especie de lombriz o gusano de humedad, frío y negro, que se encontraba siempre inmóvil y hecho una rosca debajo de los papeles, y al tocarlo producía la sensación de un trozo de hielo blando y pegajoso.

Al cabo, a fuerza de paciencia y resolución, triunfó Julián en su batalla con aquellas alimañas impertinentes, y en los estantes, ya despejados, fueron alineándose los documentos, ocupando, por efecto milagroso del buen orden, la mitad menos que antes, y cabiendo donde no cupieron jamás. Tres o cuatro ejecutorias, todas con su colgante de plomo, quedaron apartadas, envueltas en paños limpios. Todo estaba arreglado ya, excepto un tramo de la estantería donde Julián columbró los lomos oscuros, fileteados de oro, de algunos libros antiguos. Era la biblioteca de un Ulloa, un Ulloa de principios del siglo: Julián extendió la mano, cogió un tomo al azar, lo abrió, leyó la portada... «La Henriada, poema francés, puesto en verso español: su autor, el señor de Voltaire...». Volvió a su sitio el volumen, con los labios contraídos y los ojos bajos, como siempre que algo le hería o escandalizaba: no era en extremo intolerante, pero lo que es a Voltaire, de buena gana le haría lo que a las cucarachas; no obstante, limitóse a condenar la biblioteca, a no pasar ni un mal paño por el lomo de los libros: de suerte que polillas, gusanos y arañas, acosadas en todas partes, hallaron refugio a la sombra del risueño Arouet y su enemigo el sentimental Juan Jacobo, que también dormía allí sosegadamente desde los años de 1816.

No era tortas y pan pintado la limpieza material del archivo; sin embargo, la verdadera obra de romanos fue la clasificación. ¡Aquí te quiero! parecían decir los papelotes así que Julián intentaba distinguirlos. Un embrollo, una madeja sin cabo, un laberinto sin hilo conductor. No existía faro que pudiese guiar por el piélago insondable: ni libros becerros, ni estados, ni nada. Los únicos documentos que encontró fueron dos cuadernos mugrientos y apestando a tabaco, donde su antecesor, el abad de Ulloa, apuntaba los nombres de los pagadores y arrendatarios de la casa, y al margen, con un signo inteligible para él solo, o con palabras más enigmáticas aún, el balance de sus pagos. Los unos tenían una cruz, los otros un garabato, los de más allá una llamada, y los menos, las frases no paga, pagará, va pagando, ya pagó. ¿Qué significaban pues el garabato y la cruz? Misterio insondable. En una misma página se mezclaban gastos e ingresos: aquí aparecía Fulano como deudor insolvente, y dos renglones más abajo, como acreedor por jornales. Julián sacó del libro del abad una jaqueca tremebunda. Bendijo la memoria de fray Venancio, que, más radical, no dejara ni rastro de cuentas, ni el menor comprobante de su larga gestión.

Había puesto Julián manos a la obra con sumo celo, creyendo no le sería imposible orientarse en semejante caos de papeles. Se desojaba para entender la letra antigua y las enrevesadas rúbricas de las escrituras; quería al menos separar lo correspondiente a cada uno de los tres o cuatro principales partidos de renta con que contaba la casa; y se asombraba de que para cobrar tan poco dinero, tan mezquinas cantidades de centeno y trigo, se necesitase tanto fárrago de procedimientos, tanta documentación indigesta. Perdíase en un dédalo de foros y subforos, prorrateos, censos, pensiones, vinculaciones, cartas dotales, diezmos, tercios, pleitecillos menudos, de atrasos, y pleitazos gordos, de partijas. A cada paso se le confundía más en la cabeza toda aquella papelería trasconejada; si las obras de reparación, como poner carpetas de papel fuerte y blanco a las escrituras que se deshacían de puro viejas le eran ya fáciles, no así el conocimiento científico de los malditos papelotes, indescifrables para quien no tuviese lecciones y práctica. Ya desalentado se lo confesó al marqués.

-Señorito, yo no salgo del paso... Aquí convenía un abogado, una persona entendida.

-Sí, sí, hace mucho tiempo que lo pienso yo también... Es indispensable tomar mano en eso, porque la documentación debe andar perdida... ¿Cómo la ha encontrado usted? ¿Hecha una lástima? Apuesto a que sí.

Dijo esto el marqués con aquella entonación vehemente y sombría que adoptaba al tratar de sus propios asuntos, por insignificantes que fuesen; y mientras hablaba, entretenía las manos ciñendo su collar de cascabeles a la Chula, con la cual iba a salir a matar unas codornices.

-Sí, señor... -murmuró Julián-. No está nada bien, no... Pero la persona acostumbrada a estas cosas se desenreda de ellas en un soplo... Y tiene que venir pronto quien sea, porque los papeles no ganan así.

La verdad era que el archivo había producido en el alma de Julián la misma impresión que toda la casa: la de una ruina, ruina vasta y amenazadora, que representaba algo grande en lo pasado, pero en la actualidad se desmoronaba a toda prisa. Era esto en Julián aprensión no razonada, que se transformaría en convicción si conociese bien algunos antecedentes de familia del marqués.

Don Pedro Moscoso de Cabreira y Pardo de la Lage quedó huérfano de padre muy niño aún. A no ser por semejante desgracia, acaso hubiera tenido carrera: los Moscosos conservaban, desde el abuelo afrancesado, enciclopedista y francmasón que se permitía leer al señor de Voltaire, cierta tradición de cultura trasañeja, medio extinguida ya, pero suficiente todavía para empujar a un Moscoso a los bancos del aula. En los Pardos de la Lage era, al contrario, axiomático que más vale asno vivo que doctor muerto. Vivían entonces los Pardos en su casa solariega, no muy distante de la de Ulloa: al enviudar la madre de don Pedro, el mayorazgo de la Lage iba a casarse en Santiago con una señorita de distinción, trasladando sus reales al pueblo; y don Gabriel, el segundón, se vino a los Pazos de Ulloa, para acompañar a su hermana, según decía, y servirle de amparo; en realidad, afirmaban los maldicientes, para disfrutar a su talante las rentas del cuñado difunto. Lo cierto es que don Gabriel en poco tiempo asumió el mando de la casa: él descubrió y propuso para administrador a aquel bendito exclaustrado fray Venancio, medio chocho desde la exclaustración, medio idiota de nacimiento ya, a cuya sombra pudo manejar a su gusto la hacienda del sobrino, desempeñando la tutela. Una de las habilidades de don Gabriel fue hacer partijas con su hermana cogiéndole mañosamente casi toda su legítima, despojo a que asintió la pobre señora, absolutamente inepta en materia de negocios, hábil sólo para ahorrar el dinero que guardaba con sórdida avaricia, y que tuvo la imprudente niñería de ir poniendo en onzas de oro, de las más antiguas, de premio. Cortos eran los réditos del caudal de Moscoso que no se deslizaban de entre los dedos temblones de fray Venancio a las robustas palmas del tutor; pero si lograban pasar a las de doña Micaela, ya no salían de allí sino en forma de peluconas, camino de cierto escondrijo misterioso, acerca del cual iba poco a poco formándose una leyenda en el país. Mientras la madre atesoraba, don Gabriel educaba al sobrino a su imagen y semejanza, llevándolo consigo a ferias, cazatas, francachelas rústicas, y acaso distracciones menos inocentes, y enseñándole, como decían allí, a cazar la perdiz blanca; y el chico adoraba en aquel tío jovial, vigoroso y resuelto, diestro en los ejercicios corporales, groseramente chistoso, como todos los de la Lage, en las sobremesas: especie de señor feudal acatado en el país, que enseñaba prácticamente al heredero de los Ulloas el desprecio de la humanidad y el abuso de la fuerza. Un día que tío y sobrino se deportaban, según costumbre, a cuatro o seis leguas de distancia de los Pazos, habiéndose llevado consigo al criado y al mozo de cuadra, a las cuatro de la tarde y estando abiertas todas las puertas del caserón solariego, se presentó en él una gavilla de veinte hombres enmascarados o tiznados de carbón, que maniató y amordazó a la criada, hizo echarse boca abajo a fray Venancio, y apoderándose de doña Micaela, le intimó que enseñase el escondrijo de las onzas; y como la señora se negase, después de abofetearla, empezaron a mecharla con la punta de una navaja, mientras unos cuantos proponían que se calentase aceite para freírle los pies. Así que le acribillaron un brazo y un pecho, pidió compasión y descubrió, debajo de un arca enorme, el famoso escondrijo, trampa hábilmente disimulada por medio de una tabla igual a las demás del piso, pero que subía y bajaba a voluntad. Recogieron los ladrones las hermosas medallas, apoderáronse también de la plata labrada que hallaron a mano, y se retiraron de los Pazos a las seis, antes que anocheciese del todo. Algún labrador o jornalero les vio salir, pero ¿qué había de hacer? Eran veinte, bien armados con escopetas, pistolas y trabucos.

Fray Venancio, que sólo había recibido tal cual puntapié o puñada despreciativa, no necesitó más pasaporte para irse al otro mundo, de puro miedo, en una semana; la señora se apresuró menos, pero, como suele decirse, no levantó cabeza, y de allí a pocos meses una apoplejía serosa le impidió seguir guardando onzas en un agujero mejor disimulado. Del robo se habló largo tiempo en el país, y corrieron rumores muy extraños: se afirmó que los criminales no eran bandidos de profesión, sino gentes conocidas y acomodadas, alguna de las cuales desempeñaba cargo público, y entre ellas se contaban personas relacionadas de antiguo con la familia de Ulloa, que por lo tanto estaban al corriente de las costumbres de la casa, de los días en que se quedaba sin hombres, y de la insaciable constancia de doña Micaela en recoger y conservar la más valiosa moneda de oro. Fuese lo que fuese, la justicia no descubrió a los autores del delito, y don Pedro quedó en breve sin otro pariente que su tío Gabriel. Éste buscó para el sitio de fray Venancio a un sacerdote brusco, gran cazador, incapaz de morirse de miedo ante los ladrones. Desde tiempo atrás les ayudaba en sus expediciones cinegéticas Primitivo, la mejor escopeta furtiva del país, la puntería más certera, y el padre de la moza más guapa que se encontraba en diez leguas a la redonda. El fallecimiento de doña Micaela permitió que hija y padre se instalasen en los Pazos, ella a título de criada, él a título de... montero mayor, diríamos hace siglos; hoy no hay nombre adecuado para el empleo. Don Gabriel los tenía muy a raya a entrambos, olfateando en Primitivo un riesgo serio para su influencia; pero tres o cuatro años después de la muerte de su hermana, don Gabriel sufrió ataques de gota que pusieron en peligro su vida, y entonces se divulgó lo que ya se susurraba acerca de su casamiento secreto con la hija del carcelero de Cebre. El hidalgo se trasladó a vivir, mejor dicho a rabiar, en la villita; otorgó testamento legando a tres hijos que tenía sus bienes y caudal, sin dejar al sobrino don Pedro ni el reloj en memoria; y habiéndosele subido la gota al corazón, entregó su alma a Dios de malísima gana, con lo cual hallóse el último de los Moscosos dueño de sí por completo.

Gracias a todas estas vicisitudes, socaliñas y pellizcos, la casa de Ulloa, a pesar de poseer dos o tres decentes núcleos de renta, estaba enmarañada y desangrada; era lo que presumía Julián: una ruina. Dada la complicación de red, la subdivisión atomística que caracteriza a la propiedad gallega, un poco de descuido o mala administración basta para minar los cimientos de la más importante fortuna territorial. La necesidad de pagar ciertos censos atrasados y sus intereses había sido causa de que la casa se gravase con una hipoteca no muy cuantiosa; pero la hipoteca es como el cáncer: empieza atacando un punto del organismo y acaba por inficionarlo todo. Con motivo de los susodichos censos, el señorito buscó asiduamente las onzas del nuevo escondrijo de su madre; tiempo perdido: o la señora no había atesorado más desde el robo, o lo había ocultado tan bien, que no diera con ello el mismo diablo.

La vista de tal hipoteca contristó a Julián, pues el buen clérigo empezaba a sentir la adhesión especial de los capellanes por las casas nobles en que entran; pero más le llenó de confusión encontrar entre los papelotes la documentación relativa a un pleitecillo de partijas, sostenido por don Alberto Moscoso, padre de don Pedro, con... ¡el marqués de Ulloa!

Porque ya es hora de decir que el marqués de Ulloa auténtico y legal, el que consta en la Guía de forasteros, se paseaba tranquilamente en carretela por la Castellana, durante el invierno de 1866 a 1867, mientras Julián exterminaba correderas en el archivo de los Pazos. Bien ajeno estaría él de que el título de nobleza por cuya carta de sucesión había pagado religiosamente su impuesto de lanzas y medias anatas, lo disfrutaba gratis un pariente suyo, en un rincón de Galicia. Verdad que al legítimo marqués de Ulloa, que era Grande de España de primera clase, duque de algo, marqués tres veces y conde dos lo menos, nadie le conocía en Madrid sino por el ducado, por aquello de que baza mayor quita menor, aun cuando el título de Ulloa, radicado en el claro solar de Cabreira de Portugal, pudiese ganar en antigüedad y estimación a los más eminentes. Al pasar a una rama colateral la hacienda de los Pazos de Ulloa, fue el marquesado a donde correspondía por rigurosa agnación; pero los aldeanos, que no entienden de agnaciones, hechos a que los Pazos de Ulloa diesen nombre al título, siguieron llamando marqueses a los dueños de la gran huronera. Los señores de los Pazos no protestaban: eran marqueses por derecho consuetudinario; y cuando un labrador, en un camino hondo, se descubría respetuosamente ante don Pedro, murmurando: «Vaya usía muy dichoso, señor marqués», don Pedro sentía un cosquilleo grato en la epidermis de la vanidad, y contestaba con voz sonora: «Felices tardes».

martes, 30 de septiembre de 2008

- Capítulo III -

Pág. 03 de 30

Los Pazos de Ulloa Emilia Pardo Bazán

Despertó Julián cuando entraba de lleno en la habitación un sol de otoño dorado y apacible. Mientras se vestía, examinaba la estancia con algún detenimiento. Era vastísima, sin cielo raso; alumbrábanla tres ventanas guarnecidas de anchos poyos y de vidrieras faltosas de vidrios cuanto abastecidas de remiendos de papel pegados con obleas. Los muebles no pecaban de suntuosos ni de abundantes, y en todos los rincones permanecían señales evidentes de los hábitos del último inquilino, hoy abad de Ulloa, y antes capellán del marqués: puntas de cigarros adheridas al piso, dos pares de botas inservibles en un rincón, sobre la mesa un paquete de pólvora y en un poyo varios objetos cinegéticos, jaulas para codornices, gayolas, collares de perros, una piel de conejo mal curtida y peor oliente. Amén de estas reliquias, entre las vigas pendían pálidas telarañas, y por todas partes descansaba tranquilamente el polvo, enseñoreado allí desde tiempo inmemorial.

Miraba Julián las huellas de la incuria de su antecesor, y sin querer acusarle, ni tratarle en sus adentros de cochino, el caso es que tanta porquería y rusticidad le infundía grandes deseos de primor y limpieza, una aspiración a la pulcritud en la vida como a la pureza en el alma. Julián pertenecía a la falange de los pacatos, que tienen la virtud espantadiza, con repulgos de monja y pudores de doncella intacta. No habiéndose descosido jamás de las faldas de su madre sino para asistir a cátedra en el Seminario, sabía de la vida lo que enseñan los libros piadosos. Los demás seminaristas le llamaban San Julián, añadiendo que sólo le faltaba la palomita en la mano. Ignoraba cuándo pudo venirle la vocación; tal vez su madre, ama de llaves de los señores de la Lage, mujer que pasaba por beatona, le empujó suavemente, desde la más tierna edad, hacia la Iglesia, y él se dejó llevar de buen grado. Lo cierto es que de niño jugaba a cantar misa, y de grande no paró hasta conseguirlo. La continencia le fue fácil, casi insensible, por lo mismo que la guardó incólume, pues sienten los moralistas que es más hacedero no pecar una vez que pecar una sola. A Julián le ayudaba en su triunfo, amén de la gracia de Dios que él solicitaba muy de veras, la endeblez de su temperamento linfático-nervioso, puramente femenino, sin ardores ni rebeldías, propenso a la ternura, dulce y benigno como las propias malvas, pero no exento, en ocasiones, de esas energías súbitas que también se observan en la mujer, el ser que posee menos fuerza en estado normal, y más cantidad de ella desarrolla en las crisis convulsivas. Julián, por su compostura y hábitos de pulcritud -aprendidos de su madre, que le sahumaba toda la ropa con espliego y le ponía entre cada par de calcetines una manzana camuesa- cogió fama de seminarista pollo, máxime cuando averiguaron que se lavaba mucho manos y cara. En efecto era así, y a no mediar ciertas ideas de devota pudicicia, él extendería las abluciones frecuentes al resto del cuerpo, que procuraba traer lo más aseado posible.

El primer día de su estancia en los Pazos bien necesitaba chapuzarse un poco, atendido el polvo de la carretera que traía adherido a la piel; pero sin duda el actual abad de Ulloa consideraba artículo de lujo los enseres de tocador, pues no vio Julián por allí más que una palangana de hojalata, a la cual servía de palanganero el poyo. Ni jarra, ni tohalla, ni jabón, ni cubo. Quedóse parado delante de la palangana, en mangas de camisa y sin saber qué hacer, hasta que, convencido de la imposibilidad de refrescarse con agua, quiso al menos tomar un baño de aire, y abrió la vidriera.

Lo que abarcaba la vista le dejó encantado. El valle ascendía en suave pendiente, extendiendo ante los Pazos toda la lozanía de su ladera más feraz. Viñas, castañares, campos de maíz granados o ya segados, y tupidas robledas, se escalonaban, subían trepando hasta un montecillo, cuya falda gris parecía, al sol, de un blanco plomizo. Al pie mismo de la torre, el huerto de los Pazos se asemejaba a verde alfombra con cenefas amarillentas, en cuyo centro se engastaba la luna de un gran espejo, que no era sino la superficie del estanque. El aire, oxigenado y regenerador, penetraba en los pulmones de Julián, que sintió disiparse inmediatamente parte del vago terror que le infundía la gran casa solariega y lo que de sus moradores había visto. Como para renovarlo, entreoyó detrás de sí rumor de pisadas cautelosas, y al volverse vio a Sabel, que le presentaba con una mano platillo y jícara, con la otra, en plato de peltre, un púlpito de agua fresca y una servilleta gorda muy doblada encima. Venía la moza arremangada hasta el codo, con el pelo alborotado, seco y volandero, del calor de la cama sin duda: y a la luz del día se notaba más la frescura de su tez, muy blanca y como infiltrada de sangre. Julián se apresuró a ponerse el levitín, murmurando:

-Otra vez haga el favor de dar dos golpes en la puerta antes de entrar... Conforme estoy a pie, pudo cuadrar que estuviese en la cama todavía... o vistiéndome.

Miróle Sabel de hito en hito, sin turbarse, y exclamó:

-Disimule, señor... Yo no sabía... El que no sabe, hace como el que no ve.

-Bien, bien... Yo quería decir misa antes de tomar el chocolate.

-Hoy no podrá, porque tiene la llave de la capilla el señor abad de Ulloa, y Dios sabe hasta qué horas dormirá, ni si habrá quién vaya allá por ella.

Julián contuvo un suspiro. ¡Dos días ya sin misar! Cabalmente desde que era presbítero se había redoblado su fervor religioso, y sentía el entusiasmo juvenil del nuevo misacantano, conmovido aún por la impresión de la augusta investidura; de suerte que celebraba el sacrificio esmerándose en perfilar la menor ceremonia, temblando cuando alzaba, anonadándose cuando consumía, siempre con recogimiento indecible. En fin, si no había remedio...

-Ponga el chocolate ahí -dijo a Sabel.

Mientras la moza ejecutaba esta orden, Julián alzaba los ojos al techo y los bajaba al piso, y tosía, tratando de buscar una fórmula, un modo discreto de explicarse.

-¿Hace mucho que no duerme en este cuarto el señor abad?

-Poco... Hará dos semanas que bajó a la parroquia.

-Ah... Por eso... Esto está algo... sucio, ¿no le parece? Sería bueno barrer... y pasar también la escoba por entre las vigas.

Sabel se encogió de hombros.

-El señor abad no me mandó nunca que le barriese el cuarto.

-Pues, francamente, la limpieza es una cosa que a todo el mundo gusta.

-Sí, señor, ya se sabe... No pase cuidado, que yo lo arreglaré muy arregladito.

Lo pronunció con tanta sumisión, que Julián a su vez quiso mostrarle un poco de caritativo interés.

-¿Y el niño? -preguntó-. ¿No le hizo mal lo de ayer?

-No, señor... Durmió como un santiño y ya anda corriendo por la huerta. ¿Ve? Allí está.

Mirando por la abierta ventana, y haciéndose una pantalla con la mano, Julián divisó a Perucho, que, sin sombrero, con la cabeza al sol, arrojaba piedras al estanque.

-Lo que no sucede en un año sucede en un día, Sabel -advirtió gravemente el capellán-. ¡No debe consentir que le emborrachen al chiquillo: es un vicio muy feo, hasta en los grandes, cuanto más en un inocente así! ¿Para qué le aguanta a Primitivo que le dé tanta bebida? Es obligación de usted el impedirlo.

Sabel fijaba pesadamente en Julián sus azules pupilas, siendo imposible discernir en ellas el menor relámpago de inteligencia o de convencimiento. Al fin articuló con pausa:

-Yo qué quiere que le haga... No me voy a reponer contra mi señor padre.

Julián calló un momento atónito. ¡De modo que quien había embriagado a la criatura era su propio abuelo! No supo replicar nada oportuno, ni siquiera lanzar una exclamación de censura. Llevóse la taza a la boca para encubrir la turbación, y Sabel, creyendo terminado el coloquio, se retiraba despacio, cuando el capellán le dirigió una pregunta más.

-¿El señor marqués anda ya levantado?

-Sí, señor... Debe estar por la huerta o por los alpendres.

-Haga el favor de llevarme allí -dijo Julián levantándose y limpiándose apresuradamente los labios sin desdoblar la servilleta.

Antes de dar con el marqués, recorrieron el capellán y su guía casi toda la huerta. Aquella vasta extensión de terreno debía haber sido en otro tiempo cultivada con primor y engalanada con los adornos de la jardinería simétrica y geométrica cuya moda nos vino de Francia. De todo lo cual apenas quedaban vestigios: las armas de la casa, trazadas con mirto en el suelo, eran ahora intrincado matorral de bojes, donde ni la vista más lince distinguiría rastro de los lobos, pinos, torres almenadas, roeles y otros emblemas que campeaban en el preclaro blasón de los Ulloas; y, sin embargo, persistía en la confusa masa no sé qué aire de cosa plantada adrede y con arte. El borde de piedra del estanque estaba semiderruido, y las gruesas bolas de granito que lo guarnecían andaban rodando por la hierba, verdosas de musgo, esparcidas aquí y acullá como gigantescos proyectiles en algún desierto campo de batalla. Obstruido por el limo, el estanque parecía charca fangosa, acrecentando el aspecto de descuido y abandono de la huerta, donde los que ayer fueron cenadores y bancos rústicos se habían convertido en rincones poblados de maleza, y los tablares de hortaliza en sembrados de maíz, a cuya orilla, como tenaz reminiscencia del pasado, crecían libres, espinosos y altísimos, algunos rosales de variedad selecta, que iban a besar con sus ramas más altas la copa del ciruelo o peral que tenían enfrente. Por entre estos residuos de pasada grandeza andaba el último vástago de los Ulloas, con las manos en los bolsillos, silbando distraídamente como quien no sabe qué hacer del tiempo. La presencia de Julián le dio la solución del problema. Señorito y capellán emparejaron y alabando la hermosura del día, acabaron de visitar el huerto al pormenor, y aun alargaron el paseo hasta el soto y los robledales que limitaban, hacia la parte norte, la extensa posesión del marqués. Julián abría mucho los ojos, deseando que por ellos le entrase de sopetón toda la ciencia rústica, a fin de entender bien las explicaciones relativas a la calidad del terreno o el desarrollo del arbolado; pero, acostumbrado a la vida claustral del Seminario y de la metrópoli compostelana, la naturaleza le parecía difícil de comprender, y casi le infundía temor por la vital impetuosidad que sentía palpitar en ella, en el espesor de los matorrales, en el áspero vigor de los troncos, en la fertilidad de los frutales, en la picante pureza del aire libre. Exclamó con desconsuelo sincerísimo:

-Yo confieso la verdad, señorito... De estas cosas de aldea, no entiendo jota.

-Vamos a ver la casa -indicó el señor de Ulloa-. Es la más grande del país -añadió con orgullo.

Mudaron de rumbo, dirigiéndose al enorme caserón, donde penetraron por la puerta que daba al huerto, y habiendo recorrido el claustro formado por arcadas de sillería, cruzaron varios salones con destartalado mueblaje, sin vidrios en las vidrieras, cuyas descoloridas pinturas maltrataba la humedad, no siendo más clemente la polilla con el maderamen del piso. Pararon en una habitación relativamente chica, con ventana de reja, donde las negras vigas del techo semejaban remotísimas, y asombraban la vista grandes estanterías de castaño sin barnizar, que en vez de cristales tenían enrejado de alambre grueso. Decoraba tan tétrica pieza una mesa-escritorio, y sobre ella un tintero de cuerno, un viejísimo bade de suela, no sé cuántas plumas de ganso y una caja de obleas vacía.

Las estanterías entreabiertas dejaban asomar legajos y protocolos en abundancia; por el suelo, en las dos sillas de baqueta, encima de la mesa, en el alféizar mismo de la enrejada ventana, había más papeles, más legajos, amarillentos, vetustos, carcomidos, arrugados y rotos; tanta papelería exhalaba un olor a humedad, a rancio, que cosquilleaba en la garganta desagradablemente. El marqués de Ulloa, deteniéndose en el umbral y con cierta expresión solemne, pronunció:

-El archivo de la casa.

Desocupó en seguida las sillas de cuero, y explicó muy acalorado que aquello estaba revueltísimo -aclaración de todo punto innecesaria- y que semejante desorden se debía al descuido de un fray Venancio, administrador de su padre, y del actual abad de Ulloa, en cuyas manos pecadoras había venido el archivo a parar en lo que Julián veía...

-Pues así no puede seguir -exclamaba el capellán-. ¡Papeles de importancia tratados de este modo! Hasta es muy fácil que alguno se pierda.

-¡Naturalmente! Dios sabe los desperfectos que ya me habrán causado, y cómo andará todo, porque yo ni mirarlo quiero... Esto es lo que usted ve: ¡un desastre, una perdición! ¡Mire usted..., mire usted lo que tiene ahí a sus pies! ¡Debajo de una bota!

Julián levantó el pie muy asustado, y el marqués se bajó recogiendo del suelo un libro delgadísimo, encuadernado en badana verde, del cual pendía rodado sello de plomo. Tomólo Julián con respeto, y al abrirlo, sobre la primera hoja de vitela, se destacó una soberbia miniatura heráldica, de colores vivos y frescos a despecho de los años.

-¡Una ejecutoria de nobleza! -declaró el señorito gravemente.

Por medio de su pañuelo doblado, la limpiaba Julián del moho, tocándola con manos delicadas. Desde niño le había enseñado su madre a reverenciar la sangre ilustre, y aquel pergamino escrito con tinta roja, miniado, dorado, le parecía cosa muy veneranda, digna de compasión por haber sido pisoteada, hollada bajo la suela de sus botas. Como el señorito permanecía serio, de codos en la mesa, las manos cruzadas bajo la barba, otras palabras del señor de la Lage acudieron a la memoria del capellán: «Todo eso de la casa de mi sobrino debe ser un desbarajuste... Haría usted una obra de caridad si lo arreglase un poco». La verdad es que él no entendía gran cosa de papelotes, pero con buena voluntad y cachaza...

-Señorito -murmuró-, ¿y por qué no nos dedicamos a ordenar esto como Dios manda? Entre usted y yo, mal sería que no acertásemos. Mire usted, primero apartamos lo moderno de lo antiguo; de lo que esté muy estropeado se podría hacer sacar copia; lo roto se pega con cuidadito con unas tiras de papel transparente...

El proyecto le pareció al señorito de perlas. Convinieron en ponerse al trabajo desde la mañana siguiente. Quiso la desgracia que al otro día Primitivo descubriese en un maizal próximo un bando entero de perdices entretenido en comerse la espiga madura. Y el marqués se terció la carabina y dejó para siempre jamás amén a su capellán bregar con los documentos.