Pamplona. Monumento a San Fermín

Pamplona. Monumento al Encierro

Ayuntamiento. Pamplona

La Condesa de Pardo Bazán escribe a su tocayo, el poeta Ferrari

(Ocho cartas inéditas de doña Emilia)

Eran buenos amigos la condesa de Pardo Bazán y el poeta Emilio Ferrari. De cuando en cuando la condesa gusta de recibir a sus amistades más dilectas y finamente las agasaja. Hay un libro, del que sólo apareció el tomo primero, titulado «Los Salones de Madrid»; su autor es el cronista de sociedad del periódico «La Época», Eugenio Rodríguez Ruiz de la Escalera, más conocido por «Monte Cristo». Quiere «Monte Cristo» «perpetuar en una serie de grabados en cobre las ornamentaciones isabelinas de las casas por él frecuentadas. Franzen, el dinamarqués de origen, madrileño de adopción, le consigue unos cuantos retratos y unos cuantos interiores que forman hoy valiosísimos documentos históricos. El tomo lleva una carta-prólogo de la Pardo Bazán y muy amenas descripciones y comentarios de «Monte Cristo» sobre las estupendas láminas, reflejo de la vida de entonces». Pues en una de estas láminas se ven los salones de la condesa de Pardo Bazán: calle de San Bernardo, esquina a Beatas, y a la condesa acompañada del marqués de Villasinda, de Gloria Laguna (condesa de Requena), de la marquesa de la Laguna, de la señora de Bermúdez de Castro, de D. José Sánchez Anido, de D. Luis Vidart y del poeta D. Emilio Ferrari.

Escribe Almagro San Martín: «En casa de la Pardo-Bazán había recepciones íntimas, algunas muy selectas, frecuentadas por ciertas damas encumbradas, de difícil acomodo, que allí se dignaban alternar con los escritores y artistas de fuste, que les presentaba la dueña de la casa. Desde los tiempos remotos del marqués de Molíns, de María Buschental, de la duquesa de Rivas o de la princesa Rattazzi, no había conocido Madrid ningún salón donde la sociedad se codeara con la política y con las artes hasta las reuniones en pequeño de la Pardo-Bazán».

* * *

Carta primera:

Sr. D. Emilio Ferrari. La Coruña, 8 de diciembre del 88.

Mi buen amigo: Va a fundarse en Madrid una revista titulada La España Moderna, cuyo primer número saldrá el 1.º de febrero. El fundador, Sr. D. José Lázaro Galdiano, es persona en alto grado formal y entendida; y me encarga que me dirija a los escritores de valía pidiéndoles colaboración para la nueva revista. Así lo hago muy gustosa, y ruego a usted que escriba algo muy interesante, porque al principio es cuando el público se engolosina. Por miedo a este mismo público no sé qué decir a usted, si prefiero verso o prosa, y casi me inclino a lo último, a no ser que se trate de algo importante, usted bien conoce mi criterio; yo gusto mucho de los versos, diga lo que quiera la calumnia; pero... tengo miedo, sobre todo al empezar. La Revista no puede pagar mucho, y creo innecesario esforzar las razones, que su buen talento comprenderá. Lo que sí juzgo conveniente añadir es que eso poco lo pagará honrada y exactamente, y que las 75 pesetas que puede ofrecer a usted por un trabajo propio de revista, algo nutrido, serán tan fijas como el sol, al entregar el manuscrito.

Contésteme usted sobre este punto, y saludando a la señora, cuente usted con el afecto de su buena amiga y tocaya, q. b. s. m.,

Emilia Pardo Bazán

Carta segunda:

Sr. D. Emilio Ferrari. La Coruña, 18 diciembre del 88.

Mi querido amigo y tocayo: Agradezco muchísimo su buena voluntad de colaborar en La España Moderna, y sólo quiero espolearla, rogándole que sacuda la pereza y haga pronto algo.

Así como el director-propietario, Sr. Galdiano, aspira a que su publicación sea lo mejor que hasta hoy se ha conocido en España, no dudo que aspirará a que sea lo mejor retribuido; pero para lograr este resultado necesitará que el público empiece por responder a sus esfuerzos. La mejor prueba de que no desdeña sus versos de usted es que se lo pide; mas tenga usted en cuenta que la prosa de Valera figura en la Revista de España por 15 duros cada artículo; y esto será lo que menos le importe a Valera; lo que sentirá, como yo lo siento también por cuenta propia, son los zapatos que hay que hacer romper a la persona encargada de dejar el recibo y recoger el importe. Quédese para «inter nos», y tenga usted la seguridad de que con La España Moderna no habrá que gastar zapatos.

Abra usted, pues, la ventana a la musa. Yo dentro de pocos días iré a Madrid y tendré el gusto de ver a usted y también el de apurarle. Cariños entre tanto a Faustina y disponga usted de su amiga verdadera, q. b. s. m.,

Emilia Pardo Bazán

En 1888 Ferrari es ya nombre prestigiado en la república literaria; lo consiguió con la lectura en el Ateneo de Madrid, sábado 22 de marzo de 1884, de su poema «Pedro Abelardo», de su cuadro histórico «Dos cetros y dos almas» y de su soneto «A Don Quijote». «Tal lectura fue un verdadero y definitivo triunfo para el poeta. La audición se convirtió en un alboroto, en una locura que durante muchos días resonó en la prensa; y los diarios de más circulación llenaron sus columnas con juicios, reseñas, anécdotas y versos de la lectura afortunada. Desde aquella noche todas las puertas se abrieron para Ferrari, todas las sociedades literarias le agasajaron en su seno y su nombre salió repentinamente de la oscuridad para flotar en el favor público». No extrañará, por tanto, que, próxima la salida del número 1 de la revista La España Moderna, la Pardo Bazán escriba a Ferrari invitándole a colaborar. Acepta Ferrari la invitación y le contesta doña Emilia -carta segunda- agradeciendo su ofrecimiento y suplicándole sacuda su pereza, ese mal que diríase aquejó siempre a Ferrari, y envíe pronto su original. De paso le da curiosas noticias sobre colaboraciones en revistas y le cuenta los propósitos que abriga el fundador de La España Moderna, D. José Lázaro Galdiano, buen amigo de la condesa, a quien la condesa dedica «Insolación». (Vivió La España Moderna de 1899 a 1914; en su último volumen se incluye un índice confeccionado por Gómez Villafranca; en el epistolario cruzado entre D. Juan Valera y D. Marcelino Menéndez Pelayo hay bastantes alusiones a esta publicación). (Colaboraciones de Ferrari en La España Moderna anotamos: 1) número de junio de 1891, págs. 64-68: fragmentos del poema «En el arroyo»; 2) «Almanaque de La España Moderna para el año 1892», págs. 215-227: «La risa del payaso», anécdota).

* * *

El padre de doña Emilia se llamaba D. José Pardo Bazán; era abogado y político. Siendo diputado en las Cortes Constituyentes de 1869, con motivo de una valiente intervención suya en defensa de los principios religiosos, el Papa Pío IX le hizo, a propuesta del Nuncio apostólico en España, conde de Pardo Bazán. También era D. José especialista en asuntos económicos; de tal le acreditan los artículos que publicó en «Galicia.- Revista Universal de este Reino», revista que aparecía en La Coruña por los años de 1861 a 1865.

Mucho sintió doña Emilia el fallecimiento de su padre, persona a la que tan entrañablemente quería. En la carta que sigue, la condesa agradece a Ferrari su pésame.

Sr. D. Emilio Ferrari. Coruña, 19 abril 1890.

Mi ilustre amigo: Desde la desgracia inmensa que motiva su cariñoso pésame, me encuentro bastante floja de salud, por lo cual he tenido que recurrir a ajena mano para agradecer las manifestaciones de afecto de mis amigos en esta ocasión.

Mi padre era para mí un elemento tan importante de vida, y su cariño me era tan necesario, que al faltarme parece que ha cambiado mi carácter y que no tengo aquella expansión de siempre.

No obstante, son bien recibidas las palabras de aquellas personas como usted, a quien siempre he debido amistad y aprecio.

Salude usted de mi parte afectuosamente a esa señora, y cuente usted con mi buena amistad, aunque hoy la exprese con la atonía que sigue a las grandes penas.

Emilia Pardo Bazán

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He aquí una carta abundante en minúsculos y sabrosos detalles; nada escapa a la atención de la Pardo Bazán.

Sr. D. Emilio Ferrari. La Coruña (Granja de Meirás), julio, 5, 1891.

Mi buen amigo: Ando gestionando que vuelva usted a tener detalles y pormenores de las casas que pudieran serle útiles y convenientes en Mera; pero me temo que allí, si tendrán ustedes la ventaja de estar próximos a nuestros amigos los Marqueses, siempre tropezarán ustedes con el terrible inconveniente de tener que alquilar los muebles en La Coruña y llevarse las ropas de cama. Si a lo que aspiran ustedes es a pasar algún tiempo sin calor y al borde del mar, en Sada, pueblecillo a media legua de esta granja, hay lo siguiente:

Una sala, una alcoba, dos cuartos regulares, cocina, cuarto de criada, todo amueblado y con ropa de cama, el lavado y planchado de esta ropa, el servicio y la leña, precio: seis pesetas diarias por todo; ustedes traerían su criada y comerían por su cuenta; se les dan a ustedes, repito, la leña y la cocina, trastos, etc. En Sada hay buen pan, pollos, gallinas, pescado fresquísimo. No respondo de otros primores culinarios. La casa no tiene huerta, pero sí la playa detrás, y allí podría esparcirse el niño.

Si les conviene a ustedes más no traer criada, y que la dueña de la casa (que es una mujer muy complaciente) les haga a ustedes la comida, entonces les costará a ustedes la cantidad de cuatro pesetas diarias por persona, sin distinción de chicos y grandes. Les darán a ustedes dos principios, cocido y postre de fruta, queso, etcétera. Todo modesto, pero limpio y sano y con buena voluntad.

Si esto les conviniese a ustedes, dígamelo a vuelta de correo, pues tiene pretendientes la casa. En Sada hay iglesia, médico, botica, coche diario a La Coruña. Sin embargo... no es Biarritz.

Si puedo darles noticias de Mera irán pronto. De ustedes amiga,

Emilia

P. D.: En esta casa de Sada estuvieron hace tres años Aureliano Beruete, su mujer y su niño.

Dirección: a mi nombre, La Coruña.

Sr. D. Emilio Ferrari. Hoy Sábado. La Coruña.

Mi buen amigo: No extrañe usted que en el número de julio del Teatro no vaya nota crítica sobre sus Poemas de usted. La culpa es de mi mismo deseo de que fuese. Adelanté el envío de un baúl de libros, creyendo venirme aquí antes, y el tomito venía en el baúl. Retrasada mi venida por los exámenes del chico, hallé que era preciso cerrar el tomo de julio, y lo cerré como pude. Pero en el número de agosto saldrá sin falta la notita.

Saludo a esa señora y deseo que se animen a respirar estos aires puros, y tan frescos, que hoy hace frío.

De usted siempre amiga,

Emilia P. Bazán

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No lleva fecha la carta, pero creo podemos fecharla en julio de 1891, tal vez posterior en pocos días a la que hace el número cuatro de este epistolario. El Teatro es el «Nuevo Teatro Crítico», publicación periódica que la Pardo Bazán mantuvo de 1891 a 1893. Los poemas de Ferrari son los «Poemas vulgares», leídos por su autor en la velada literaria celebrada en el Ateneo de Madrid el día 24 de mayo de 1891, recogidos en volumen.

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Sr. D. Emilio Ferrari. Hoy jueves.

Querido amigo: Habiendo sido inútiles mis gestiones para ponerme al habla con el Presidente de la Academia, y suponiendo que a usted le será más fácil verle, ruego a usted que le pregunte cuál va a ser la parte que tendrá en la velada a Zorrilla, adonde traerá la representación del Instituto que preside, según comunicación recibida ya hace días.

Necesito conocer este dato, y asimismo, cuál será la participación de usted en dicha solemnidad. Ha llegado el momento de fijar el programa y conocer los propósitos de quienes nos honran con su cooperación y auxilio.

Anticipando las gracias por este favor, soy como siempre de usted verdadera amiga y admiradora,

Emilia Pardo Bazán

¿Se refiere doña Emilia en esta carta a los preparativos para la velada necrológica que el Ateneo de Madrid consagró a Zorrilla el día 1 de febrero de 1893? (En el ángulo superior izquierdo del pliego figura el escudo del Ateneo Científico, Literario y Artístico de Madrid).

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«Durante seis meses del año, a partir del otoño hasta fin de primavera, doña Emilia hacía la vida madrileña de salones y teatros, Congreso y paseos. Cuando los manzanos de su tierra comenzaban a florecer, partía la familia para instalarse en la aldea, no lejos del mar, deleitoso paraje donde sobre el solar de lo que en tiempos fuera granja de Meirás construyera la escritora su palacio campestre. Allí desaparecía la Pardo Bazán mundana para dar paso a la trabajadora incansable, que durante un semestre llenaba sus trojes literarios con mieses sazonadas... En Meirás veía yo reflejarse como en un espejo la personalidad artística de la condesa. Cada piedra, cada símbolo, cada detalle es una proyección espiritual de la gran escritora. Allí se la comprendía mucho mejor que en su casa de Madrid». Desde ésta su mansión veraniega la condesa escribe a Ferrari.

Sr. D. Emilio Ferrari. La Coruña, 11 de julio de 1897.

Mi buen amigo: Le parecerá a usted increíble que por falta de tiempo haya demorado la respuesta a su carta del 29 de mayo; sin embargo, nada es más cierto; yo vine aquí con trabajo atrasado, y además tuvimos huéspedes y tenemos obra abierta, sin más arquitecto ni más dibujante que yo; y entre trazar capiteles historiados y escribir para los tiranos -hemos convenido en que así se llaman los editores- y atender a los amigos que nos acompañan, se me ha ido este mes y parte de otro.

No quiero yo que se retrase más mi respuesta, aun cuando puede usted adivinarla. Me alegro infinito de que se muestren favorables la prensa y la Academia a nuestro plan, y me complace también que «ruja el infierno y brame Satán» en las columnas del Heraldo; todo eso concurre al resultado apetecido y que tengo ya por infalible y próximo; así que llegue el momento oportuno, que malo será que no coincida con la entrada del invierno o con días más crudos, y por tanto con mi presencia ahí, haremos lo conducente a decidir la victoria, y se habrá logrado lo que no es sino justicia elemental; así lo espero, por lo menos.

Mil afectos de toda esta familia y usted crea en el invariable de su amiga y compañera de «Vía Crucis» literario,

Emilia Pardo Bazán

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A todo atiende doña Emilia: trabajos literarios, huéspedes, obra en la casa. A este último respecto diremos que el pazo de las Torres de Meirás no precisó arquitecto para su construcción: doña Amalia Rua, la madre de la Pardo Bazán, trazó los planos y dirigió la edificación hasta su término; la parte ornamental fue cuidada por su hija, doña Emilia.

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Doña Emilia se va a Francia; está en Venta de Baños; acaba de dejar el tren de Galicia; espera la llegada del tren que ha de conducirla al vecino país. En el intermedio, doña Emilia escribe a su «querido amigo y tocayo»; le cuenta algunas cosas. Fina julio de 1901; hace poco más de un mes -el jueves 13 de junio- ha muerto en Oviedo Leopoldo Alas, «Clarín». Veamos el tratamiento que a su prologuista de antaño dispensa la condesa; es de advertir que el poeta Ferrari fue una de las víctimas preferidas de Leopoldo Alas.

Sr. D. Emilio Ferrari. Venta de Baños, 26 julio 1901.

Mi querido amigo y tocayo: Mil gracias por su bondadosa y animadora felicitación, y aprovecho, para dárselas, el rato que es preciso esperar aquí, viniendo de Galicia, el sud-exprés que me llevará a Francia.

Este año empiezo a tener sentido común (era hora), y realizo el viaje antes de tomar las aguas, con lo cual éstas no dejarán de surtir sus efectos por falta de reposo y régimen durante el período de la dieta.

Nuestros orensanos -me complazco en creer que usted les conserva cariño- han demostrado ahora que el marasmo de España no va con ellos. Suponía yo que era imposible volver a encontrar en parte alguna del mundo aquel entusiasmo bullidor de Valencia, y, guardadas las distancias de magnitud y medios materiales, los orensanos casi se han adelantado.

Ha sido una página inolvidable.

En efecto, con Clarín se nos muere un pedazo, un resto de juventud...

¿Quién nos desgarrará como aquel perro? Mire usted que yo pasé cuatro o seis años de mi vida sin que un solo instante dejasen de resonar en mis oídos los ladridos furiosos del can. Y ni por esas. Hay quien cree que por esas. Yo no lo creo. Clarín tenía mucha vara alta con los barateros menudos de la crítica. Lo que él censuraba (?) no se atrevían ya a aplaudirlo infinitos periódicos y muchachos. No cabe duda que, para resistir a esa piqueta, algo de solidez habrá. Esto es parte a infundir algún orgullo, y en este sentido, Clarín sí nos hizo bien.

Mis señas en París: Hotel du Louvre.

Su amiga verdadera,

Emilia Pardo Bazán

El conocimiento y publicación de este epistolario es gracia que debo a mi buen amigo D. Emilio Luis Ferrari, hijo del poeta Emilio Ferrari.

- Capítulo XXX -

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Los Pazos de Ulloa Emilia Pardo Bazán

Diez años son una etapa, no sólo en la vida del individuo, sino en la de las naciones. Diez años comprenden un periodo de renovación: diez años rara vez corren en balde, y el que mira hacia atrás suele sorprenderse del camino que se anda en una década. Mas así como hay personas, hay lugares para los cuales es insensible el paso de una décima parte de siglo. Ahí están los Pazos de Ulloa, que no me dejarán mentir. La gran huronera, desafiando al tiempo, permanece tan pesada, tan sombría, tan adusta como siempre. Ninguna innovación útil o bella se nota en su mueblaje, en su huerto, en sus tierras de cultivo. Los lobos del escudo de armas no se han amansado; el pino no echa renuevos; las mismas ondas simétricas de agua petrificada bañan los estribos de la puente señorial.

En cambio la villita de Cebre, rindiendo culto al progreso, ha atendido a las mejoras morales y materiales, según frase de un cebreño ilustrado, que envía correspondencias a los diarios de Pontevedra y Orense. No se charla ya de política solamente en el estanco: para eso se ha fundado un Círculo de Instrucción y Recreo, Artes y Ciencias (lo reza su reglamento) y se han establecido algunas tiendecillas que el cebreño susodicho denomina bazares. Verdad es que los dos caciques aún continúan disputándose el mero y mixto imperio; mas ya parece seguro que Barbacana, representante de la reacción y la tradición, cede ante Trampeta, encarnación viviente de las ideas avanzadas y de la nueva edad.

Dicen algunos maliciosos que el secreto del triunfo del cacique liberal está en que su adversario, hoy canovista, se encuentra ya extremadamente viejo y achacoso, habiendo perdido mucha parte de sus bríos e indómito al par que traicionero carácter. Sea como quiera, el caso es que la influencia barbacanesca anda maltrecha y mermada.

Quien ha envejecido bastante, de un modo prematuro, es el antiguo capellán de los Pazos. Su pelo está estriado de rayitas argentadas; su boca se sume; sus ojos se empañan; se encorvan sus lomos. Avanza despaciosamente por el carrero angosto que serpea entre viñedos y matorrales conduciendo a la iglesia de Ulloa.

¡Qué iglesia tan pobre! Más bien parece la casuca de un aldeano, conociéndose únicamente su sagrado destino en la cruz que corona el tejadillo del pórtico. La impresión es de melancolía y humedad, el atrio herboso está a todas horas, aun a las meridianas, muy salpicado y como empapado de rocío. La tierra del atrio sube más alto que el peristilo de la iglesia, y ésta se hunde, se sepulta entre el terruño que lentamente va desprendiéndose del collado próximo. En una esquina del atrio, un pequeño campanario aislado sostiene el rajado esquilón; en el centro, una cruz baja, sobre tres gradas de piedra, da al cuadro un toque poético, pensativo. Allí, en aquel rincón del universo, vive Jesucristo... ¡pero cuán solo!, ¡cuán olvidado!

Julián se detuvo ante la cruz. Estaba viejo realmente, y también más varonil: algunos rasgos de su fisonomía delicada se marcaban, se delineaban con mayor firmeza; sus labios, contraídos y palidecidos, revelaban la severidad del hombre acostumbrado a dominar todo arranque pasional, todo impulso esencialmente terrestre. La edad viril le había enseñado y dado a conocer cuánto es el mérito y debe ser la corona del sacerdote puro. Habíase vuelto muy indulgente con los demás, al par que severo consigo mismo.

Al pisar el atrio de Ulloa notaba una impresión singularísima. Parecíale que alguna persona muy querida, muy querida para él, andaba por allí, resucitada, viviente, envolviéndole en su presencia, calentándole con su aliento. ¿Y quién podía ser esa persona? ¡Válgame Dios! ¡Pues no daba ahora en el dislate de creer que la señora de Moscoso vivía, a pesar de haber leído su esquela de defunción! Tan rara alucinación era, sin duda, causada por la vuelta a Ulloa, después de un paréntesis de dos lustros. ¡La muerte de la señora de Moscoso! Nada más fácil que cerciorarse de ella... Allí estaba el cementerio. Acercarse a un muro coronado de hiedra, empujar una puerta de madera, y penetrar en su recinto.

Era un lugar sombrío, aunque le faltasen los lánguidos sauces y cipreses que tan bien acompañan con sus actitudes teatrales y majestuosas la solemnidad de los camposantos. Limitábanlo, de una parte, las tapias de la iglesia; de otra, tres murallones revestidos de hiedra y plantas parásitas; y la puerta, fronteriza a la de entrada por el atrio, la formaba un enverjado de madera, al través del cual se veía diáfano y remoto horizonte de montañas, a la sazón color de violeta, por la hora, que era aquella en que el sol, sin calentar mucho todavía, empieza a subir hacia su zenit, y en que la naturaleza se despierta como saliendo de un baño, estremecida de frescura y frío matinal. Sobre la verja se inclinaba añoso olivo, donde nidaban mil gorriones alborotadores, que a veces azotaban y sacudían el ramaje con su voleteo apresurado; y hacíale frente una enorme mata de hortensia, mustia y doblegada por las lluvias de la estación, graciosamente enfermiza, con sus mazorcas de desmayadas flores azules y amarillentas. A esto se reducía todo el ornato del cementerio, mas no su vegetación, que por lo exuberante y viciosa ponía en el alma repugnancia y supersticioso pavor, induciendo a fantasear si en aquellas robustas ortigas, altas como la mitad de una persona, en aquella hierba crasa, en aquellos cardos vigorosos, cuyos pétalos ostentaban matices flavos de cirio, se habrían encarnado, por misteriosa transmigración, las almas, vegetativas también en cierto modo, de los que allí dormían para siempre, sin haber vivido, sin haber amado, sin haber palpitado jamás por ninguna idea elevada, generosa, puramente espiritual y abstracta, de las que agitan la conciencia del pensador y del artista. Parecía que era sustancia humana -pero de una humanidad ruda, primitiva, inferior, hundida hasta el cuello en la ignorancia y en la materia- la que nutría y hacía brotar con tan enérgica pujanza y savia tan copiosa aquella flora lúgubre por su misma lozanía. Y en efecto, en el terreno, repujado de pequeñas eminencias que contrastaban con la lisa planicie del atrio, advertía a veces el pie durezas de ataúdes mal cubiertos y blanduras y molicies que infundían grima y espanto, como si se pisaran miembros flácidos de cadáver. Un soplo helado, un olor peculiar de moho y podredumbre, un verdadero ambiente sepulcral se alzaba del suelo lleno de altibajos, rehenchido de difuntos amontonados unos encima de otros; y entre la verdura húmeda, surcada del surco brillante que dejan tras sí el caracol y la babosa, torcíanse las cruces de madera negra fileteadas de blanco, con rótulos curiosos, cuajados de faltas de ortografía y peregrinos disparates. Julián, que sufría la inquietud, el hormigueo en la planta de los pies que nos causa la sensación de hollar algo blando, algo viviente, o que por lo menos estuvo dotado de sensibilidad y vida, experimentó de pronto gran turbación: una de las cruces, más alta que las demás, tenía escrito en letras blancas un nombre. Acercóse y descifró la inscripción, sin pararse en deslices ortográficos: «Aquí hacen las cenizas de Primitibo Suarez, sus parientes y amijos ruegen a Dios por su alma»... El terreno, en aquel sitio, estaba turgente, formando una eminencia. Julián murmuró una oración, desvióse aprisa, creyendo sentir bajo sus plantas el cuerpo de bronce de su formidable enemigo. Al punto mismo se alzó de la cruz una mariposilla blanca, de esas últimas mariposas del año que vuelan despacio, como encogidas por la frialdad de la atmósfera, y se paran en seguida en el primer sitio favorable que encuentran. La siguió el nuevo cura de Ulloa y la vio posarse en un mezquino mausoleo, arrinconado entre la esquina de la tapia y el ángulo entrante que formaba la pared de la iglesia.

Allí se detuvo el insecto, y allí también Julián, con el corazón palpitante, con la vista nublada, y el espíritu, por vez primera después de largos años, trastornado y enteramente fuera de quicio, al choque de una conmoción tan honda y extraordinaria, que él mismo no hubiera podido explicarse cómo le invadía, avasallándole y sacándole de su natural ser y estado, rompiendo diques, saltando vallas, venciendo obstáculos, atropellando por todo, imponiéndose con la sobrehumana potencia de los sentimientos largo tiempo comprimidos y al fin dueños absolutos del alma porque rebosan de ella, porque la inundan y sumergen. No echó de ver siquiera la ridiculez del mausoleo, construido con piedras y cal, decorado con calaveras, huesos y otros emblemas fúnebres por la inexperta mano de algún embadurnador de aldea; no necesitó deletrear la inscripción, porque sabía de seguro que donde se había detenido la mariposa, allí descansaba Nucha, la señorita Marcelina, la santa, la víctima, la virgencita siempre cándida y celeste. Allí estaba, sola, abandonada, vendida, ultrajada, calumniada, con las muñecas heridas por mano brutal y el rostro marchito por la enfermedad, el terror y el dolor... Pensando en esto, la oración se interrumpió en labios de Julián, la corriente del existir retrocedió diez años, y en un transporte de los que en él eran poco frecuentes, pero súbitos e irresistibles, cayó de hinojos, abrió los brazos, besó ardientemente la pared del nicho, sollozando como niño o mujer, frotando las mejillas contra la fría superficie, clavando las uñas en la cal, hasta arrancarla...

Oyó risas, cuchicheos, jarana alegre, impropia del lugar y la ocasión. Se volvió y se incorporó confuso. Tenía delante una pareja hechicera, iluminada por el sol que ya ascendía aproximándose a la mitad del cielo. Era el muchacho el más guapo adolescente que puede soñar la fantasía; y si de chiquitín se parecía al Amor antiguo, la prolongación de líneas que distingue a la pubertad de la infancia le daba ahora semejanza notable con los arcángeles y ángeles viajeros de los grabados bíblicos, que unen a la lindeza femenina y a los rizados bucles asomos de graciosa severidad varonil. En cuanto a la niña, espigadita para sus once años, hería el corazón de Julián por el sorprendente parecido con su pobre madre a la misma edad: idénticas largas trenzas negras, idéntico rostro pálido, pero más mate, más moreno, de óvalo más puro, de ojos más luminosos y mirada más firme. ¡Vaya si conocía Julián a la pareja! ¡Cuántas veces la había tenido en su regazo!

Sólo una circunstancia le hizo dudar de si aquellos dos muchachos encantadores eran en realidad el bastardo y la heredera legítima de Moscoso. Mientras el hijo de Sabel vestía ropa de buen paño, de hechura como entre aldeano acomodado y señorito, la hija de Nucha, cubierta con un traje de percal, asaz viejo, llevaba los zapatos tan rotos, que puede decirse que iba descalza.

París, Marzo de 1886.


Pamplona. Museo de Navarra. Arqueta de Leyre

viernes, 30 de octubre de 2009

- Capítulo XVI -

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Los Pazos de Ulloa Emilia Pardo Bazán

Debía el sucesor de los Moscosos andar ya cerca de este mundo, porque Nucha cosía sin descanso prendas menudas semejantes a ropa de muñecas. A pesar de la asiduidad en la labor, no se desmejoraba, al contrario, parecía que cada pasito de la criatura hacia la luz del día era en beneficio de su madre. No podía decirse que Nucha hubiese engruesado, pero sus formas se llenaban, volviéndose suaves curvas lo que antes eran ángulos y planicies. Sus mejillas se sonroseaban, aunque le velaba frente y sienes esa ligera nube oscura conocida por paño. Su pelo negro parecía más brillante y copioso; sus ojos, menos vagos y más húmedos; su boca, más fresca y roja. Su voz se había timbrado con notas graves. En cuanto al natural aumento de su persona, no era mucho ni la afeaba, prestando solamente a su cuerpo la dulce pesadez que se nota en el de la Virgen en los cuadros que representan la Visitación. La colocación de sus manos, extendidas sobre el vientre como para protegerlo, completaba la analogía con las pinturas de tan tierno asunto.

Hay que reconocer que don Pedro se portaba bien con su esposa durante aquella temporada de expectación. Olvidando sus acostumbradas correrías por montes y riscos, la sacaba todas las tardes, sin faltar una, a dar paseítos higiénicos, que crecían gradualmente; y Nucha, apoyada en su brazo, recorría el valle en que los Pazos de Ulloa se esconden, sentándose en los murallones y en los ribazos al sentirse muy fatigada. Don Pedro atendía a satisfacer sus menores deseos: en ocasiones se mostraba hasta galante, trayéndole las flores silvestres que le llamaban la atención, o ramas de madroño y zarzamora cuajadas de fruto. Como a Nucha le causaban fuerte sacudimiento nervioso los tiros, no llevaba jamás el señorito su escopeta, y había prohibido expresamente a Primitivo cazar por allí. Parecía que la leñosa corteza se le iba cayendo, poco a poco, al marqués, y que su corazón bravío y egoísta se inmutaba, dejando asomar, como entre las grietas de la pared, florecillas parásitas, blandos afectos de esposo y padre. Si aquello no era el matrimonio cristiano soñado por el excelente capellán, viven los cielos que debía asemejársele mucho.

Julián bendecía a Dios todos los días. Su devoción había vuelto, no a renacer, pues no muriera nunca, pero sí a reavivarse y encenderse. A medida que se acercaba la hora crítica para Nucha, el capellán permanecía más tiempo de rodillas dando gracias al terminar la misa; prolongaba más las letanías y el rosario; ponía más alma y fervor en el cuotidiano rezo. Y no entran en la cuenta dos novenas devotísimas, una a la Virgen de Agosto, otra a la Virgen de Septiembre. Figurábasele este culto mariano muy adecuado a las circunstancias, por la convicción cada vez más firme de que Nucha era viva imagen de Nuestra Señora, en cuanto una mujer concebida en pecado puede serlo.

Al oscurecer de una tarde de octubre estaba Julián sentado en el poyo de su ventana, engolfado en la lectura del P. Nieremberg. Sintió pasos precipitados en la escalera. Conoció el modo de pisar de don Pedro. El rostro del señor de Ulloa derramaba satisfacción.

-¿Hay novedades? -preguntó Julián soltando el libro.

-¡Ya lo creo! Nos hemos tenido que volver del paseo a escape.

-¿Y han ido a Cebre por el médico?

-Va allá Primitivo.

Julián torció el gesto.

-No hay que asustarse... Detrás de él van a salir ahora mismo otros dos propios. Quería ir yo en persona, pero Nucha dice que no se queda ahora sin mí.

-Lo mejor sería ir yo también por si acaso -exclamó Julián-. Aunque sea a pie y de noche...

Lanzó don Pedro una de sus terribles y mofadoras carcajadas.

-¡Usted! -clamó sin cesar de reír-. ¡Vaya una ocurrencia, don Julián!

El capellán bajó los ojos y frunció el rubio ceño. Sentía cierta vergüenza de su sotana, que le inutilizaba para prestar el menor servicio en tan apretado trance. Y al par que sacerdote era hombre, de modo que tampoco podía penetrar en la cámara donde se cumplía el misterio. Sólo tenían derecho a ello dos varones: el esposo y el otro, el que Primitivo iba a buscar, el representante de la ciencia humana. Acongojóse el espíritu de Julián pensando en que el recato de Nucha iba a ser profanado, y su cuerpo puro tratado quizás como se trata a los cadáveres en la mesa de anatomía: como materia inerte, donde no se cobija ya un alma. Comprendió que se apocaba y afligía.

-Llámeme usted si para algo me necesita, señor marqués -murmuró con desmayada voz.

-Mil gracias, hombre... Venía únicamente a darle a usted la buena noticia.

Don Pedro volvió a bajar la escalera rápidamente silbando una riveirana, y el capellán, al pronto, se quedó inmóvil. Pasóse luego la mano por la frente, donde rezumaba un sudorcillo. Miró a la pared. Entre varias estampitas pendientes del muro y encuadradas en marcos de briche y lentejuelas, escogió dos: una de San Ramón Nonnato y otra de Nuestra Señora de la Angustia, sosteniendo en el regazo a su Hijo muerto. Él la hubiera preferido de la Leche y Buen Parto, pero no la tenía, ni se había acordado mucho de tal advocación hasta aquel instante. Desembarazó la cómoda de los cachivaches que la obstruían y puso encima, de pie, las estampas. Abrió después el cajón, donde guardaba algunas velas de cera destinadas a la capilla; tomó un par, las acomodó en candeleros de latón, y armó su altarito. Así que la luz amarillenta de los cirios se reflejó en los adornos y cristal de los cuadros, el alma de Julián sintió consuelo inefable. Lleno de esperanza, el capellán se reprendió a sí mismo por haberse juzgado inútil en momentos semejantes. ¡Él inútil! Cabalmente le incumbía lo más importante y preciso, que es impetrar la protección del cielo. Y arrodillándose henchido de fe, dio principio a sus oraciones.

El tiempo corría sin interrumpirlas. De abajo no llegaba noticia alguna. A eso de las diez reconoció Julián que sus rodillas hormigueaban con insufrible hormigueo, que se apoderaba de sus miembros dolorosa lasitud, que se le desvanecía la cabeza. Hizo un esfuerzo y se incorporó tambaleándose. Una persona entró. Era Sabel, a quien el capellán miró con sorpresa, pues hacía bastante tiempo que no se presentaba allí.

-De parte del señorito, que baje a cenar.

-¿Ha venido su padre de usted? ¿Ha llegado el médico? -interrogó ansiosamente Julián, no atreviéndose a preguntar otra cosa.

-No, señor... De aquí a Cebre hay un bocadito.

En el comedor encontró Julián al marqués cenando con apetito formidable, como hombre a quien se le ha retrasado la pitanza dos horas más que de costumbre. Julián trató de imitar aquel sosiego, sentándose y extendiendo la servilleta.

-¿Y la señorita? -preguntó con afán.

-¡Pss!... Ya puede usted suponer que no muy a gusto.

-¿Necesitará algo mientras usted está aquí?

-No. Tiene allá a su doncella, la Filomena. Sabel también ayuda para cuanto se precise.

Julián no contestó. Sus reflexiones valían más para calladas que para dichas. Era una monstruosidad que Sabel asistiese a la legítima esposa; pero si no se le ocurría al marido, ¿quién tenía valor para insinuárselo? Por otra parte, Sabel, en realidad, no carecía de experiencia doméstica, ni dejaría de ser útil. Notó Julián que el marqués, a diferencia de algunas horas antes, parecía malhumorado e impaciente. Recelaba el capellán interrogarle. Determinóse al fin.

-¿Y... dará tiempo a que llegue el médico?

-¿Que si da tiempo? -respondió el señorito embaulando y mascando con colérica avidez-. ¡Como no lo dé de más! Estas señoritas finas son muy delicadas y difíciles para todo... Y cuando no hay un gran físico... Si fuese por el estilo de su hermana Rita...

Descargó un porrazo con el vaso en la mesa, y añadió sentenciosamente:

-Son una calamidad las mujeres de los pueblos... Hechas de alfeñique... Le aseguro a usted que tiene una debilidad, y una tendencia a las convulsiones y a los síncopes, que... ¡Melindres, diantre! ¡Melindres a que las acostumbran desde pequeñas! Pegó otro trompis y se levantó, dejando solo en el comedor a Julián. No sabía éste qué hacer de su persona, y pensó que lo mejor era emprender de nuevo plática con los santos. Subió. Las velas seguían ardiendo, y el capellán volvió a arrodillarse. Las horas pasaban y pasaban, y no se oían más ruidos que el viento de la noche al gemir en los castaños, y el hondo sollozo del agua en la represa del cercano molino. Sentía Julián cosquilleo y agujetas en los muslos, frío en los huesos y pesadez en la cabeza. Dos o tres veces miró hacia su cama, y otras tantas el recuerdo de la pobrecita, que sufría allá abajo, le detuvo. Dábale vergüenza ceder a la tentación. Mas sus ojos se cerraban, su cabeza, ebria de sueño, caía sobre el pecho. Se tendió vestido, prometiéndose despabilarse al punto. Despertó cuando ya era de día.

Al encontrarse vestido, se acordó, y tratándose mentalmente de marmota y leño, pensó si ya estaría en el mundo el nuevo Moscoso. Bajó apresurado, frotándose los párpados, medio aturdido aún. En la antesala de la cocina se dio de manos a boca con Máximo Juncal, el médico de Cebre, con bufanda de lana gris arrollada al cuello, chaquetón de paño pardo, botas y espuelas. -¿Llega usted ahora mismo? -preguntó asombrado el capellán.

-Sí, señor... Primitivo dice que estuvieron llamando anoche a mi puerta él y otros dos, pero que no les abrió nadie... Verdad que mi criada es algo sorda; mas con todo..., si llamasen como Dios manda... En fin, que hasta el amanecer no me llegó el aviso. De cualquier manera parece que vengo muy a tiempo todavía... Primeriza al fin y al cabo... Estas batallas acostumbran durar bastante... Allá voy a ver qué ocurre...

Precedido de don Pedro, echó a andar látigo en mano y resonándole las espuelas, de modo que la imagen bélica que acababa de emplear parecía exacta, y cualquiera le tomaría por el general que acude a decidir con su presencia y sus órdenes la victoria. Su continente resuelto infundía confianza. Reapareció a poco pidiendo una taza de café bien caliente, pues con la prisa de venir se encontraba en ayunas. Al señorito le sirvieron chocolate. Emitió el médico su dictamen facultativo: armarse de paciencia, porque el negocio iba largo.

Don Pedro, de humor algo fosco y con las facciones hinchadas por el insomnio, quiso a toda costa saber si había peligro. -No, señor; no, señor -contestó Máximo desliendo el azúcar con la cucharilla y echando ron en el café-. Si se presentan dificultades, estamos aquí... Tú, Sabel: una copita pequeña.

En la copita pequeña escanció también ron, que paladeó mientras el café se enfriaba. El marqués le tendió la petaca llena. -Muchas gracias... -pronunció el médico encendiendo un habano-. Por ahora estamos a ver venir. La señora es novicia, y no muy fuerte... A las mujeres se les da en las ciudades la educación más antihigiénica: corsé para volver angosto lo que debe ser vasto; encierro para producir la clorosis y la anemia; vida sedentaria, para ingurgitarlas y criar linfa a expensas de la sangre... Mil veces mejor preparadas están las aldeanas para el gran combate de la gestación y alumbramiento, que al cabo es la verdadera función femenina.

Siguió explanando su teoría, queriendo manifestar que no ignoraba las más recientes y osadas hipótesis científicas, alardeando de materialismo higiénico, ponderando mucho la acción bienhechora de la madre naturaleza. Veíase que era mozo inteligente, de bastante lectura y determinado a lidiar con las enfermedades ajenas; mas la amarillez biliosa de su rostro, la lividez y secura de sus delgados labios, no prometían salud robusta. Aquel fanático de la higiene no predicaba con el ejemplo. Asegurábase que tenía la culpa el ron y una panadera de Cebre, con salud para vender y regalar cuatro doctores higienistas.

Don Pedro chupaba también con ensañamiento su cigarro y rumiaba las palabras del médico, que por extraño caso, atendida la diferencia entre un pensamiento relleno de ciencia novísima y otro virgen hasta de lectura, conformaban en todo con su sentir. También el hidalgo rancio pensaba que la mujer debe ser principalmente muy apta para la propagación de la especie. Lo contrario le parecía un crimen. Acordábase mucho, mucho, con extraños remordimientos casi incestuosos, del robusto tronco de su cuñada Rita. También recordó el nacimiento de Perucho, un día que Sabel estaba amasando. Por cierto que la borona que amasaba no hubiera tenido tiempo de cocerse cuando el chiquillo berreaba ya diciendo a su modo que él era de Dios como los demás y necesitaba el sustento. Estas memorias le despertaron una idea muy importante.

-Diga, Máximo... ¿le parece que mi mujer podrá criar?

Máximo se echó a reír, saboreando el ron.

-No pedir gollerías, señor don Pedro... ¡Criar! Esa función augusta exige complexión muy vigorosa y predominio del temperamento sanguíneo... No puede criar la señora.

-Ella es la que se empeña en eso -dijo con despecho el marqués-; yo bien me figuré que era un disparate... por más que no creí a mi mujer tan endeble... En fin, ahora tratamos de que no nazca el niño para rabiar de hambre. ¿Tendré tiempo de ir a Castrodorna? La hija de Felipe el casero, aquella mocetona, ¿no sabe usted?...

-¿Pues no he de saber? ¡Gran vaca! Tiene usted ojo médico... Y está parida de dos meses. Lo que no sé es si los padres la dejarán venir. Creo que son gente honrada en su clase y no quieren divulgar lo de la hija.

-¡Música celestial! Si hace ascos la traigo arrastrando por la trenza... A mí no me levanta la voz un casero mío. ¿Hay tiempo o no de ir allá?

-Tiempo, sí. Ojalá acabásemos antes; pero no lleva trazas.

Cuando el señorito salió, Máximo se sirvió otra copa de ron y dijo en confianza al capellán:

-Si yo estuviese en el pellejo del Felipe... ya le quiero un recado a don Pedro. ¿Cuándo se convencerán estos señoritos de que un casero no es un esclavo? Así andan las cosas de España: mucho de revolución, de libertad, de derechos individuales... ¡Y al fin, por todas partes la tiranía, el privilegio, el feudalismo! Porque, vamos a ver, ¿qué es esto sino reproducir los ominosos tiempos de la gleba y las iniquidades de la servidumbre? Que yo necesito tu hija, ¡zas!, pues contra tu voluntad te la cojo. Que me hace falta leche, una vaca humana, ¡zas!, si no quieres dar de mamar de grado a mi chiquillo, le darás por fuerza. Pero le estoy escandalizando a usted. Usted no piensa como yo, de seguro, en cuestiones sociales.

-No señor; no me escandalizo -contestó apaciblemente Julián-. Al contrario... Me dan ganas de reír porque me hace gracia verle a usted tan sofocado. Mire usted qué más querrá la hija de Felipe que servir de ama de cría en esta casa. Bien mantenida, bien regalada, sin trabajar... Figúrese.

-¿Y el albedrío? ¿Quiere usted coartar el albedrío, los derechos individuales? Supóngase que la muchacha se encuentre mejor avenida con su honrada pobreza que con todos esos beneficios y ventajas que usted dice... ¿No es un acto abusivo traerla aquí de la trenza, porque es hija de un casero? Naturalmente que a usted no se lo parece; claro está. Vistiéndose por la cabeza, no se puede pensar de otro modo; usted tiene que estar por el feudalismo y la teocracia. ¿Acerté? No me diga usted que no.

-Yo no tengo ideas políticas -aseveró Julián sosegadamente; y de pronto, como recordando, añadió:- ¿Y no sería bien dar una vuelta a ver cómo lo pasa la señorita?

-¡Pchs!... No hago por ahora gran falta allá, pero voy a ver. Que no se lleven la botella del ron, ¿eh? Hasta dentro de un instante.

Volvió en breve, e instalándose ante la copa mostró querer reanudar la conversación política, a la cual profesaba desmedida afición, prefiriendo, en su interior, que le contradijesen, pues entonces se encendía y exaltaba, encontrando inesperados argumentos. Las violentas discusiones en que se llegaba a vociferar y a injuriarse le esparcían la estancada bilis, y la función digestiva y respiratoria se le activaba, produciéndole gran bienestar. Disputaba por higiene: aquella gimnasia de la laringe y del cerebro le desinfartaba el hígado.

-¿Con que usted no tiene ideas políticas? A otro perro con ese hueso, padre Julián... Todos los pájaros de pluma negra vuelan hacia atrás, no andemos con cuentos. Y si no, a ver, hagamos la prueba: ¿qué piensa usted de la revolución? ¿Está usted conforme con la libertad de cultos? Aquí te quiero, escopeta. ¿Está usted de acuerdo con Suñer?

-¡Vaya unas cosas que tiene el señor don Máximo! ¿Cómo he de estar de acuerdo con Suñer? ¿No es ése que dijo en el Congreso blasfemias horrorosas? ¡Dios le alumbre!

-Hable claro: ¿usted piensa como el abad de San Clemente de Boán? Ése dice que a Suñer y a los revolucionarios no se les convence con razones, sino a trabucazo limpio y palo seco. ¿Usted qué opina?

-Son dichos de acaloramiento... Un sacerdote es hombre como todos y puede enfadarse en una disputa y echar venablos por la boca.

-Ya lo creo; y por lo mismo que es hombre como todos puede tener intereses bastardos, puede querer vivir holgazanamente explotando la tontería del prójimo, puede darse buena vida con los capones y cabritos de los feligreses... No me negará usted esto.

-Todos somos pecadores, don Máximo.

-Y aún puede hacer cosas peores, que... se sobrentienden..., ¿eh? No sofocarse.

-Sí, señor. Un sacerdote puede hacer todas las cosas malas del mundo. Si tuviésemos privilegio para no pecar, estábamos bien; nos habíamos salvado en el momento mismo de la ordenación, que no era floja ganga. Cabalmente, la ordenación nos impone deberes más estrechos que a los demás cristianos, y es doblemente difícil que uno de nosotros sea bueno. Y para serlo del modo que requeriría el camino de perfección en que debemos entrar al ordenarnos de sacerdotes, se necesita, aparte de nuestros esfuerzos, que la gracia de Dios nos ayude. Ahí es nada.

Díjolo en tono tan sincero y sencillo, que el médico amainó por algunos instantes.

-Si todos fuesen como usted, don Julián...

-Yo soy el último, el peor. No se fíe usted en apariencias.

-¡Quiá! Los demás son buenas piezas, buenas..., y ni con la revolución hemos conseguido minarles el terreno... Le parecerá a usted mentira lo que amañaron estos días para dar gusto a ese bandido de Barbacana...

No hallándose en antecedentes, Julián guardaba silencio.

-Figúrese usted -refirió el médico- que Barbacana tiene a sus órdenes otro facineroso, un paisano de Castrodorna, conocido por el Tuerto, que va y viene a Portugal a salto de mata, porque una noche cosió a puñaladas a su mujer y al amante... Hace poco parece que le echó mano la justicia, pero Barbacana se empeñó en librarlo, y tanto sudaron él y los curas, que el hombre salió bajo fianza, y se pasea por ahí... De modo que, a pesar de los pesares, nos tiene usted como siempre, mandados por el infame Barbacana.

-Pero -objetó Julián- yo he oído que aquí, cuando no reina Barbacana, reina otro cacique peor, que le llaman Trampeta, por los enredos y diabluras que arma a los pobres paisanos chupándoles el tuétano... Con que por fas o por nefas.

-Eso... Eso tiene algo de verdad..., pero mire usted, al menos Trampeta no se propone levantar partidas... Con Barbacana es preciso concluir, pues corresponde con las juntas carlistas de la provincia para llevar el país a fuego y sangre... ¿Es usted partidario del niño Terso?

-Ya le dije que no tengo opiniones.

-Es que no le da la gana de disputar.

-Francamente, don Máximo, acierta usted. Estoy pendiente de esa pobre señorita... pensando en lo que puede sucederle. Y no entiendo de política...; no se ría usted..., no entiendo. Sólo entiendo de decir misa; y el caso es que no la he dicho hoy todavía, y mientras no la diga no me desayuno, y el estómago se me va... Aplicaré la misa por la necesidad presente. Yo no puedo -añadió con cierta melancolía- prestarle a la señorita otro auxilio.

Marchóse, dejando al médico sorprendido de encontrar un cura que rehuía entrar en políticas discusiones, que por aquellos días reemplazaban a las teológicas en todas las sobremesas patronales, y celebró su misa con gran atención y minuciosidad en las ceremonias. El repique de la campanilla del acólito resonaba claro y argentino en la vetusta capilla vacía. Oíanse fuera gorjeos de pájaros en los árboles del huerto, lejano chirrido de carros que salían al trabajo, rumores campestres gratos, calmantes, bienhechores. Era la misa de San Ramón Nonnato, elegida para la circunstancia; y cuando el celebrante pronunció «ejus nobis intercessione concede, ut a peccatorum vinculis absoluti...», parecióle que las cadenas de dolor que ligaban a la pobre virgencita -que aún entonces se la representaba como tal el capellán- se rompían de golpe, dejándola libre, gozosa y radiante, con la más feliz maternidad.

Sin embargo, cuando regresó a la casa no había indicios de la susodicha ruptura de cadenas. En vez de las apresuradas idas y venidas de criados que siempre indican algún acontecimiento trascendental, notó una calma de mal agüero. El señorito no volvía: verdad es que Castrodorna distaba bastante de los Pazos. Fue preciso sentarse a la mesa sin él. El médico no intentó disputar más, porque a su vez empezaba a hallarse preocupado con la flema del heredero de los Moscosos. Hay que decir, en abono del discutidor higienista, que tomaba su profesión por lo serio, y la respetaba tanto como Julián la suya. Probábalo su misma manía de la higiene y su culto de la salud, culto infundido por librotes modernos que sustituyen al Dios del Sinaí con la diosa Higia. Para Máximo Juncal, inmoralidad era sinónimo de escrofulosis, y el deber se parecía bastante a una perfecta oxidación de los elementos asimilables. Disculpábase a sí propio ciertos extravíos, por tener un tanto obstruidas las vías hepáticas.

En aquel momento, el peligro de la señora de Moscoso despertaba su instinto de lucha contra los males positivos de la tierra: el dolor, la enfermedad, la muerte. Comió distraídamente, y sólo bebió dos copas de ron. Julián apenas pasó bocado; preguntaba de tiempo en tiempo:

-¿Qué ocurrirá por allí, don Máximo?

Cesó de preguntar cuando el médico le hubo dado, a media voz, algunos detalles, empleando términos técnicos. La noche caía. Máximo apenas salía del cuarto de la paciente. Sintióse Julián tan triste y solo, que ya se disponía a subir y encender su altar, para disfrutar al menos la compañía de las velas y los cuadritos. Pero don Pedro entró impetuosamente, como una ráfaga de viento huracanado. Traía de la mano una muchachona color de tierra, un castillo de carne: el tipo clásico de la vaca humana.