Pamplona. Monumento a San Fermín

Pamplona. Monumento al Encierro

Ayuntamiento. Pamplona

La Condesa de Pardo Bazán escribe a su tocayo, el poeta Ferrari

(Ocho cartas inéditas de doña Emilia)

Eran buenos amigos la condesa de Pardo Bazán y el poeta Emilio Ferrari. De cuando en cuando la condesa gusta de recibir a sus amistades más dilectas y finamente las agasaja. Hay un libro, del que sólo apareció el tomo primero, titulado «Los Salones de Madrid»; su autor es el cronista de sociedad del periódico «La Época», Eugenio Rodríguez Ruiz de la Escalera, más conocido por «Monte Cristo». Quiere «Monte Cristo» «perpetuar en una serie de grabados en cobre las ornamentaciones isabelinas de las casas por él frecuentadas. Franzen, el dinamarqués de origen, madrileño de adopción, le consigue unos cuantos retratos y unos cuantos interiores que forman hoy valiosísimos documentos históricos. El tomo lleva una carta-prólogo de la Pardo Bazán y muy amenas descripciones y comentarios de «Monte Cristo» sobre las estupendas láminas, reflejo de la vida de entonces». Pues en una de estas láminas se ven los salones de la condesa de Pardo Bazán: calle de San Bernardo, esquina a Beatas, y a la condesa acompañada del marqués de Villasinda, de Gloria Laguna (condesa de Requena), de la marquesa de la Laguna, de la señora de Bermúdez de Castro, de D. José Sánchez Anido, de D. Luis Vidart y del poeta D. Emilio Ferrari.

Escribe Almagro San Martín: «En casa de la Pardo-Bazán había recepciones íntimas, algunas muy selectas, frecuentadas por ciertas damas encumbradas, de difícil acomodo, que allí se dignaban alternar con los escritores y artistas de fuste, que les presentaba la dueña de la casa. Desde los tiempos remotos del marqués de Molíns, de María Buschental, de la duquesa de Rivas o de la princesa Rattazzi, no había conocido Madrid ningún salón donde la sociedad se codeara con la política y con las artes hasta las reuniones en pequeño de la Pardo-Bazán».

* * *

Carta primera:

Sr. D. Emilio Ferrari. La Coruña, 8 de diciembre del 88.

Mi buen amigo: Va a fundarse en Madrid una revista titulada La España Moderna, cuyo primer número saldrá el 1.º de febrero. El fundador, Sr. D. José Lázaro Galdiano, es persona en alto grado formal y entendida; y me encarga que me dirija a los escritores de valía pidiéndoles colaboración para la nueva revista. Así lo hago muy gustosa, y ruego a usted que escriba algo muy interesante, porque al principio es cuando el público se engolosina. Por miedo a este mismo público no sé qué decir a usted, si prefiero verso o prosa, y casi me inclino a lo último, a no ser que se trate de algo importante, usted bien conoce mi criterio; yo gusto mucho de los versos, diga lo que quiera la calumnia; pero... tengo miedo, sobre todo al empezar. La Revista no puede pagar mucho, y creo innecesario esforzar las razones, que su buen talento comprenderá. Lo que sí juzgo conveniente añadir es que eso poco lo pagará honrada y exactamente, y que las 75 pesetas que puede ofrecer a usted por un trabajo propio de revista, algo nutrido, serán tan fijas como el sol, al entregar el manuscrito.

Contésteme usted sobre este punto, y saludando a la señora, cuente usted con el afecto de su buena amiga y tocaya, q. b. s. m.,

Emilia Pardo Bazán

Carta segunda:

Sr. D. Emilio Ferrari. La Coruña, 18 diciembre del 88.

Mi querido amigo y tocayo: Agradezco muchísimo su buena voluntad de colaborar en La España Moderna, y sólo quiero espolearla, rogándole que sacuda la pereza y haga pronto algo.

Así como el director-propietario, Sr. Galdiano, aspira a que su publicación sea lo mejor que hasta hoy se ha conocido en España, no dudo que aspirará a que sea lo mejor retribuido; pero para lograr este resultado necesitará que el público empiece por responder a sus esfuerzos. La mejor prueba de que no desdeña sus versos de usted es que se lo pide; mas tenga usted en cuenta que la prosa de Valera figura en la Revista de España por 15 duros cada artículo; y esto será lo que menos le importe a Valera; lo que sentirá, como yo lo siento también por cuenta propia, son los zapatos que hay que hacer romper a la persona encargada de dejar el recibo y recoger el importe. Quédese para «inter nos», y tenga usted la seguridad de que con La España Moderna no habrá que gastar zapatos.

Abra usted, pues, la ventana a la musa. Yo dentro de pocos días iré a Madrid y tendré el gusto de ver a usted y también el de apurarle. Cariños entre tanto a Faustina y disponga usted de su amiga verdadera, q. b. s. m.,

Emilia Pardo Bazán

En 1888 Ferrari es ya nombre prestigiado en la república literaria; lo consiguió con la lectura en el Ateneo de Madrid, sábado 22 de marzo de 1884, de su poema «Pedro Abelardo», de su cuadro histórico «Dos cetros y dos almas» y de su soneto «A Don Quijote». «Tal lectura fue un verdadero y definitivo triunfo para el poeta. La audición se convirtió en un alboroto, en una locura que durante muchos días resonó en la prensa; y los diarios de más circulación llenaron sus columnas con juicios, reseñas, anécdotas y versos de la lectura afortunada. Desde aquella noche todas las puertas se abrieron para Ferrari, todas las sociedades literarias le agasajaron en su seno y su nombre salió repentinamente de la oscuridad para flotar en el favor público». No extrañará, por tanto, que, próxima la salida del número 1 de la revista La España Moderna, la Pardo Bazán escriba a Ferrari invitándole a colaborar. Acepta Ferrari la invitación y le contesta doña Emilia -carta segunda- agradeciendo su ofrecimiento y suplicándole sacuda su pereza, ese mal que diríase aquejó siempre a Ferrari, y envíe pronto su original. De paso le da curiosas noticias sobre colaboraciones en revistas y le cuenta los propósitos que abriga el fundador de La España Moderna, D. José Lázaro Galdiano, buen amigo de la condesa, a quien la condesa dedica «Insolación». (Vivió La España Moderna de 1899 a 1914; en su último volumen se incluye un índice confeccionado por Gómez Villafranca; en el epistolario cruzado entre D. Juan Valera y D. Marcelino Menéndez Pelayo hay bastantes alusiones a esta publicación). (Colaboraciones de Ferrari en La España Moderna anotamos: 1) número de junio de 1891, págs. 64-68: fragmentos del poema «En el arroyo»; 2) «Almanaque de La España Moderna para el año 1892», págs. 215-227: «La risa del payaso», anécdota).

* * *

El padre de doña Emilia se llamaba D. José Pardo Bazán; era abogado y político. Siendo diputado en las Cortes Constituyentes de 1869, con motivo de una valiente intervención suya en defensa de los principios religiosos, el Papa Pío IX le hizo, a propuesta del Nuncio apostólico en España, conde de Pardo Bazán. También era D. José especialista en asuntos económicos; de tal le acreditan los artículos que publicó en «Galicia.- Revista Universal de este Reino», revista que aparecía en La Coruña por los años de 1861 a 1865.

Mucho sintió doña Emilia el fallecimiento de su padre, persona a la que tan entrañablemente quería. En la carta que sigue, la condesa agradece a Ferrari su pésame.

Sr. D. Emilio Ferrari. Coruña, 19 abril 1890.

Mi ilustre amigo: Desde la desgracia inmensa que motiva su cariñoso pésame, me encuentro bastante floja de salud, por lo cual he tenido que recurrir a ajena mano para agradecer las manifestaciones de afecto de mis amigos en esta ocasión.

Mi padre era para mí un elemento tan importante de vida, y su cariño me era tan necesario, que al faltarme parece que ha cambiado mi carácter y que no tengo aquella expansión de siempre.

No obstante, son bien recibidas las palabras de aquellas personas como usted, a quien siempre he debido amistad y aprecio.

Salude usted de mi parte afectuosamente a esa señora, y cuente usted con mi buena amistad, aunque hoy la exprese con la atonía que sigue a las grandes penas.

Emilia Pardo Bazán

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He aquí una carta abundante en minúsculos y sabrosos detalles; nada escapa a la atención de la Pardo Bazán.

Sr. D. Emilio Ferrari. La Coruña (Granja de Meirás), julio, 5, 1891.

Mi buen amigo: Ando gestionando que vuelva usted a tener detalles y pormenores de las casas que pudieran serle útiles y convenientes en Mera; pero me temo que allí, si tendrán ustedes la ventaja de estar próximos a nuestros amigos los Marqueses, siempre tropezarán ustedes con el terrible inconveniente de tener que alquilar los muebles en La Coruña y llevarse las ropas de cama. Si a lo que aspiran ustedes es a pasar algún tiempo sin calor y al borde del mar, en Sada, pueblecillo a media legua de esta granja, hay lo siguiente:

Una sala, una alcoba, dos cuartos regulares, cocina, cuarto de criada, todo amueblado y con ropa de cama, el lavado y planchado de esta ropa, el servicio y la leña, precio: seis pesetas diarias por todo; ustedes traerían su criada y comerían por su cuenta; se les dan a ustedes, repito, la leña y la cocina, trastos, etc. En Sada hay buen pan, pollos, gallinas, pescado fresquísimo. No respondo de otros primores culinarios. La casa no tiene huerta, pero sí la playa detrás, y allí podría esparcirse el niño.

Si les conviene a ustedes más no traer criada, y que la dueña de la casa (que es una mujer muy complaciente) les haga a ustedes la comida, entonces les costará a ustedes la cantidad de cuatro pesetas diarias por persona, sin distinción de chicos y grandes. Les darán a ustedes dos principios, cocido y postre de fruta, queso, etcétera. Todo modesto, pero limpio y sano y con buena voluntad.

Si esto les conviniese a ustedes, dígamelo a vuelta de correo, pues tiene pretendientes la casa. En Sada hay iglesia, médico, botica, coche diario a La Coruña. Sin embargo... no es Biarritz.

Si puedo darles noticias de Mera irán pronto. De ustedes amiga,

Emilia

P. D.: En esta casa de Sada estuvieron hace tres años Aureliano Beruete, su mujer y su niño.

Dirección: a mi nombre, La Coruña.

Sr. D. Emilio Ferrari. Hoy Sábado. La Coruña.

Mi buen amigo: No extrañe usted que en el número de julio del Teatro no vaya nota crítica sobre sus Poemas de usted. La culpa es de mi mismo deseo de que fuese. Adelanté el envío de un baúl de libros, creyendo venirme aquí antes, y el tomito venía en el baúl. Retrasada mi venida por los exámenes del chico, hallé que era preciso cerrar el tomo de julio, y lo cerré como pude. Pero en el número de agosto saldrá sin falta la notita.

Saludo a esa señora y deseo que se animen a respirar estos aires puros, y tan frescos, que hoy hace frío.

De usted siempre amiga,

Emilia P. Bazán

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No lleva fecha la carta, pero creo podemos fecharla en julio de 1891, tal vez posterior en pocos días a la que hace el número cuatro de este epistolario. El Teatro es el «Nuevo Teatro Crítico», publicación periódica que la Pardo Bazán mantuvo de 1891 a 1893. Los poemas de Ferrari son los «Poemas vulgares», leídos por su autor en la velada literaria celebrada en el Ateneo de Madrid el día 24 de mayo de 1891, recogidos en volumen.

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Sr. D. Emilio Ferrari. Hoy jueves.

Querido amigo: Habiendo sido inútiles mis gestiones para ponerme al habla con el Presidente de la Academia, y suponiendo que a usted le será más fácil verle, ruego a usted que le pregunte cuál va a ser la parte que tendrá en la velada a Zorrilla, adonde traerá la representación del Instituto que preside, según comunicación recibida ya hace días.

Necesito conocer este dato, y asimismo, cuál será la participación de usted en dicha solemnidad. Ha llegado el momento de fijar el programa y conocer los propósitos de quienes nos honran con su cooperación y auxilio.

Anticipando las gracias por este favor, soy como siempre de usted verdadera amiga y admiradora,

Emilia Pardo Bazán

¿Se refiere doña Emilia en esta carta a los preparativos para la velada necrológica que el Ateneo de Madrid consagró a Zorrilla el día 1 de febrero de 1893? (En el ángulo superior izquierdo del pliego figura el escudo del Ateneo Científico, Literario y Artístico de Madrid).

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«Durante seis meses del año, a partir del otoño hasta fin de primavera, doña Emilia hacía la vida madrileña de salones y teatros, Congreso y paseos. Cuando los manzanos de su tierra comenzaban a florecer, partía la familia para instalarse en la aldea, no lejos del mar, deleitoso paraje donde sobre el solar de lo que en tiempos fuera granja de Meirás construyera la escritora su palacio campestre. Allí desaparecía la Pardo Bazán mundana para dar paso a la trabajadora incansable, que durante un semestre llenaba sus trojes literarios con mieses sazonadas... En Meirás veía yo reflejarse como en un espejo la personalidad artística de la condesa. Cada piedra, cada símbolo, cada detalle es una proyección espiritual de la gran escritora. Allí se la comprendía mucho mejor que en su casa de Madrid». Desde ésta su mansión veraniega la condesa escribe a Ferrari.

Sr. D. Emilio Ferrari. La Coruña, 11 de julio de 1897.

Mi buen amigo: Le parecerá a usted increíble que por falta de tiempo haya demorado la respuesta a su carta del 29 de mayo; sin embargo, nada es más cierto; yo vine aquí con trabajo atrasado, y además tuvimos huéspedes y tenemos obra abierta, sin más arquitecto ni más dibujante que yo; y entre trazar capiteles historiados y escribir para los tiranos -hemos convenido en que así se llaman los editores- y atender a los amigos que nos acompañan, se me ha ido este mes y parte de otro.

No quiero yo que se retrase más mi respuesta, aun cuando puede usted adivinarla. Me alegro infinito de que se muestren favorables la prensa y la Academia a nuestro plan, y me complace también que «ruja el infierno y brame Satán» en las columnas del Heraldo; todo eso concurre al resultado apetecido y que tengo ya por infalible y próximo; así que llegue el momento oportuno, que malo será que no coincida con la entrada del invierno o con días más crudos, y por tanto con mi presencia ahí, haremos lo conducente a decidir la victoria, y se habrá logrado lo que no es sino justicia elemental; así lo espero, por lo menos.

Mil afectos de toda esta familia y usted crea en el invariable de su amiga y compañera de «Vía Crucis» literario,

Emilia Pardo Bazán

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A todo atiende doña Emilia: trabajos literarios, huéspedes, obra en la casa. A este último respecto diremos que el pazo de las Torres de Meirás no precisó arquitecto para su construcción: doña Amalia Rua, la madre de la Pardo Bazán, trazó los planos y dirigió la edificación hasta su término; la parte ornamental fue cuidada por su hija, doña Emilia.

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Doña Emilia se va a Francia; está en Venta de Baños; acaba de dejar el tren de Galicia; espera la llegada del tren que ha de conducirla al vecino país. En el intermedio, doña Emilia escribe a su «querido amigo y tocayo»; le cuenta algunas cosas. Fina julio de 1901; hace poco más de un mes -el jueves 13 de junio- ha muerto en Oviedo Leopoldo Alas, «Clarín». Veamos el tratamiento que a su prologuista de antaño dispensa la condesa; es de advertir que el poeta Ferrari fue una de las víctimas preferidas de Leopoldo Alas.

Sr. D. Emilio Ferrari. Venta de Baños, 26 julio 1901.

Mi querido amigo y tocayo: Mil gracias por su bondadosa y animadora felicitación, y aprovecho, para dárselas, el rato que es preciso esperar aquí, viniendo de Galicia, el sud-exprés que me llevará a Francia.

Este año empiezo a tener sentido común (era hora), y realizo el viaje antes de tomar las aguas, con lo cual éstas no dejarán de surtir sus efectos por falta de reposo y régimen durante el período de la dieta.

Nuestros orensanos -me complazco en creer que usted les conserva cariño- han demostrado ahora que el marasmo de España no va con ellos. Suponía yo que era imposible volver a encontrar en parte alguna del mundo aquel entusiasmo bullidor de Valencia, y, guardadas las distancias de magnitud y medios materiales, los orensanos casi se han adelantado.

Ha sido una página inolvidable.

En efecto, con Clarín se nos muere un pedazo, un resto de juventud...

¿Quién nos desgarrará como aquel perro? Mire usted que yo pasé cuatro o seis años de mi vida sin que un solo instante dejasen de resonar en mis oídos los ladridos furiosos del can. Y ni por esas. Hay quien cree que por esas. Yo no lo creo. Clarín tenía mucha vara alta con los barateros menudos de la crítica. Lo que él censuraba (?) no se atrevían ya a aplaudirlo infinitos periódicos y muchachos. No cabe duda que, para resistir a esa piqueta, algo de solidez habrá. Esto es parte a infundir algún orgullo, y en este sentido, Clarín sí nos hizo bien.

Mis señas en París: Hotel du Louvre.

Su amiga verdadera,

Emilia Pardo Bazán

El conocimiento y publicación de este epistolario es gracia que debo a mi buen amigo D. Emilio Luis Ferrari, hijo del poeta Emilio Ferrari.

- Capítulo XXX -

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Los Pazos de Ulloa Emilia Pardo Bazán

Diez años son una etapa, no sólo en la vida del individuo, sino en la de las naciones. Diez años comprenden un periodo de renovación: diez años rara vez corren en balde, y el que mira hacia atrás suele sorprenderse del camino que se anda en una década. Mas así como hay personas, hay lugares para los cuales es insensible el paso de una décima parte de siglo. Ahí están los Pazos de Ulloa, que no me dejarán mentir. La gran huronera, desafiando al tiempo, permanece tan pesada, tan sombría, tan adusta como siempre. Ninguna innovación útil o bella se nota en su mueblaje, en su huerto, en sus tierras de cultivo. Los lobos del escudo de armas no se han amansado; el pino no echa renuevos; las mismas ondas simétricas de agua petrificada bañan los estribos de la puente señorial.

En cambio la villita de Cebre, rindiendo culto al progreso, ha atendido a las mejoras morales y materiales, según frase de un cebreño ilustrado, que envía correspondencias a los diarios de Pontevedra y Orense. No se charla ya de política solamente en el estanco: para eso se ha fundado un Círculo de Instrucción y Recreo, Artes y Ciencias (lo reza su reglamento) y se han establecido algunas tiendecillas que el cebreño susodicho denomina bazares. Verdad es que los dos caciques aún continúan disputándose el mero y mixto imperio; mas ya parece seguro que Barbacana, representante de la reacción y la tradición, cede ante Trampeta, encarnación viviente de las ideas avanzadas y de la nueva edad.

Dicen algunos maliciosos que el secreto del triunfo del cacique liberal está en que su adversario, hoy canovista, se encuentra ya extremadamente viejo y achacoso, habiendo perdido mucha parte de sus bríos e indómito al par que traicionero carácter. Sea como quiera, el caso es que la influencia barbacanesca anda maltrecha y mermada.

Quien ha envejecido bastante, de un modo prematuro, es el antiguo capellán de los Pazos. Su pelo está estriado de rayitas argentadas; su boca se sume; sus ojos se empañan; se encorvan sus lomos. Avanza despaciosamente por el carrero angosto que serpea entre viñedos y matorrales conduciendo a la iglesia de Ulloa.

¡Qué iglesia tan pobre! Más bien parece la casuca de un aldeano, conociéndose únicamente su sagrado destino en la cruz que corona el tejadillo del pórtico. La impresión es de melancolía y humedad, el atrio herboso está a todas horas, aun a las meridianas, muy salpicado y como empapado de rocío. La tierra del atrio sube más alto que el peristilo de la iglesia, y ésta se hunde, se sepulta entre el terruño que lentamente va desprendiéndose del collado próximo. En una esquina del atrio, un pequeño campanario aislado sostiene el rajado esquilón; en el centro, una cruz baja, sobre tres gradas de piedra, da al cuadro un toque poético, pensativo. Allí, en aquel rincón del universo, vive Jesucristo... ¡pero cuán solo!, ¡cuán olvidado!

Julián se detuvo ante la cruz. Estaba viejo realmente, y también más varonil: algunos rasgos de su fisonomía delicada se marcaban, se delineaban con mayor firmeza; sus labios, contraídos y palidecidos, revelaban la severidad del hombre acostumbrado a dominar todo arranque pasional, todo impulso esencialmente terrestre. La edad viril le había enseñado y dado a conocer cuánto es el mérito y debe ser la corona del sacerdote puro. Habíase vuelto muy indulgente con los demás, al par que severo consigo mismo.

Al pisar el atrio de Ulloa notaba una impresión singularísima. Parecíale que alguna persona muy querida, muy querida para él, andaba por allí, resucitada, viviente, envolviéndole en su presencia, calentándole con su aliento. ¿Y quién podía ser esa persona? ¡Válgame Dios! ¡Pues no daba ahora en el dislate de creer que la señora de Moscoso vivía, a pesar de haber leído su esquela de defunción! Tan rara alucinación era, sin duda, causada por la vuelta a Ulloa, después de un paréntesis de dos lustros. ¡La muerte de la señora de Moscoso! Nada más fácil que cerciorarse de ella... Allí estaba el cementerio. Acercarse a un muro coronado de hiedra, empujar una puerta de madera, y penetrar en su recinto.

Era un lugar sombrío, aunque le faltasen los lánguidos sauces y cipreses que tan bien acompañan con sus actitudes teatrales y majestuosas la solemnidad de los camposantos. Limitábanlo, de una parte, las tapias de la iglesia; de otra, tres murallones revestidos de hiedra y plantas parásitas; y la puerta, fronteriza a la de entrada por el atrio, la formaba un enverjado de madera, al través del cual se veía diáfano y remoto horizonte de montañas, a la sazón color de violeta, por la hora, que era aquella en que el sol, sin calentar mucho todavía, empieza a subir hacia su zenit, y en que la naturaleza se despierta como saliendo de un baño, estremecida de frescura y frío matinal. Sobre la verja se inclinaba añoso olivo, donde nidaban mil gorriones alborotadores, que a veces azotaban y sacudían el ramaje con su voleteo apresurado; y hacíale frente una enorme mata de hortensia, mustia y doblegada por las lluvias de la estación, graciosamente enfermiza, con sus mazorcas de desmayadas flores azules y amarillentas. A esto se reducía todo el ornato del cementerio, mas no su vegetación, que por lo exuberante y viciosa ponía en el alma repugnancia y supersticioso pavor, induciendo a fantasear si en aquellas robustas ortigas, altas como la mitad de una persona, en aquella hierba crasa, en aquellos cardos vigorosos, cuyos pétalos ostentaban matices flavos de cirio, se habrían encarnado, por misteriosa transmigración, las almas, vegetativas también en cierto modo, de los que allí dormían para siempre, sin haber vivido, sin haber amado, sin haber palpitado jamás por ninguna idea elevada, generosa, puramente espiritual y abstracta, de las que agitan la conciencia del pensador y del artista. Parecía que era sustancia humana -pero de una humanidad ruda, primitiva, inferior, hundida hasta el cuello en la ignorancia y en la materia- la que nutría y hacía brotar con tan enérgica pujanza y savia tan copiosa aquella flora lúgubre por su misma lozanía. Y en efecto, en el terreno, repujado de pequeñas eminencias que contrastaban con la lisa planicie del atrio, advertía a veces el pie durezas de ataúdes mal cubiertos y blanduras y molicies que infundían grima y espanto, como si se pisaran miembros flácidos de cadáver. Un soplo helado, un olor peculiar de moho y podredumbre, un verdadero ambiente sepulcral se alzaba del suelo lleno de altibajos, rehenchido de difuntos amontonados unos encima de otros; y entre la verdura húmeda, surcada del surco brillante que dejan tras sí el caracol y la babosa, torcíanse las cruces de madera negra fileteadas de blanco, con rótulos curiosos, cuajados de faltas de ortografía y peregrinos disparates. Julián, que sufría la inquietud, el hormigueo en la planta de los pies que nos causa la sensación de hollar algo blando, algo viviente, o que por lo menos estuvo dotado de sensibilidad y vida, experimentó de pronto gran turbación: una de las cruces, más alta que las demás, tenía escrito en letras blancas un nombre. Acercóse y descifró la inscripción, sin pararse en deslices ortográficos: «Aquí hacen las cenizas de Primitibo Suarez, sus parientes y amijos ruegen a Dios por su alma»... El terreno, en aquel sitio, estaba turgente, formando una eminencia. Julián murmuró una oración, desvióse aprisa, creyendo sentir bajo sus plantas el cuerpo de bronce de su formidable enemigo. Al punto mismo se alzó de la cruz una mariposilla blanca, de esas últimas mariposas del año que vuelan despacio, como encogidas por la frialdad de la atmósfera, y se paran en seguida en el primer sitio favorable que encuentran. La siguió el nuevo cura de Ulloa y la vio posarse en un mezquino mausoleo, arrinconado entre la esquina de la tapia y el ángulo entrante que formaba la pared de la iglesia.

Allí se detuvo el insecto, y allí también Julián, con el corazón palpitante, con la vista nublada, y el espíritu, por vez primera después de largos años, trastornado y enteramente fuera de quicio, al choque de una conmoción tan honda y extraordinaria, que él mismo no hubiera podido explicarse cómo le invadía, avasallándole y sacándole de su natural ser y estado, rompiendo diques, saltando vallas, venciendo obstáculos, atropellando por todo, imponiéndose con la sobrehumana potencia de los sentimientos largo tiempo comprimidos y al fin dueños absolutos del alma porque rebosan de ella, porque la inundan y sumergen. No echó de ver siquiera la ridiculez del mausoleo, construido con piedras y cal, decorado con calaveras, huesos y otros emblemas fúnebres por la inexperta mano de algún embadurnador de aldea; no necesitó deletrear la inscripción, porque sabía de seguro que donde se había detenido la mariposa, allí descansaba Nucha, la señorita Marcelina, la santa, la víctima, la virgencita siempre cándida y celeste. Allí estaba, sola, abandonada, vendida, ultrajada, calumniada, con las muñecas heridas por mano brutal y el rostro marchito por la enfermedad, el terror y el dolor... Pensando en esto, la oración se interrumpió en labios de Julián, la corriente del existir retrocedió diez años, y en un transporte de los que en él eran poco frecuentes, pero súbitos e irresistibles, cayó de hinojos, abrió los brazos, besó ardientemente la pared del nicho, sollozando como niño o mujer, frotando las mejillas contra la fría superficie, clavando las uñas en la cal, hasta arrancarla...

Oyó risas, cuchicheos, jarana alegre, impropia del lugar y la ocasión. Se volvió y se incorporó confuso. Tenía delante una pareja hechicera, iluminada por el sol que ya ascendía aproximándose a la mitad del cielo. Era el muchacho el más guapo adolescente que puede soñar la fantasía; y si de chiquitín se parecía al Amor antiguo, la prolongación de líneas que distingue a la pubertad de la infancia le daba ahora semejanza notable con los arcángeles y ángeles viajeros de los grabados bíblicos, que unen a la lindeza femenina y a los rizados bucles asomos de graciosa severidad varonil. En cuanto a la niña, espigadita para sus once años, hería el corazón de Julián por el sorprendente parecido con su pobre madre a la misma edad: idénticas largas trenzas negras, idéntico rostro pálido, pero más mate, más moreno, de óvalo más puro, de ojos más luminosos y mirada más firme. ¡Vaya si conocía Julián a la pareja! ¡Cuántas veces la había tenido en su regazo!

Sólo una circunstancia le hizo dudar de si aquellos dos muchachos encantadores eran en realidad el bastardo y la heredera legítima de Moscoso. Mientras el hijo de Sabel vestía ropa de buen paño, de hechura como entre aldeano acomodado y señorito, la hija de Nucha, cubierta con un traje de percal, asaz viejo, llevaba los zapatos tan rotos, que puede decirse que iba descalza.

París, Marzo de 1886.


Pamplona. Museo de Navarra. Arqueta de Leyre

domingo, 28 de febrero de 2010

- Capítulo XX -

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Los Pazos de Ulloa Emilia Pardo Bazán

Los sueños de las noches de terror suelen parecer risibles apenas despunta la claridad del nuevo día; pero Julián, al saltar de la cama, no consiguió vencer la impresión del suyo. Proseguía el hervor de la imaginación sobrexcitada: miró por la ventana, y el paisaje le pareció tétrico y siniestro; verdad es que entoldaban la bóveda celeste nubarrones de plomo con reflejos lívidos, y que el viento, sordo unas veces y sibilante otras, doblaba los árboles con ráfagas repentinas. El capellán bajó la escalera de caracol con ánimo de decir su misa, que a causa del mal estado de la capilla señorial acostumbraba celebrar en la parroquia. Al regresar y acercarse a la entrada de los Pazos, un remolino de hojas secas le envolvió los pies, una atmósfera fría le sobrecogió, y la gran huronera de piedra se le presentó imponente, ceñuda y terrible, con aspecto de prisión, como el castillo que había visto soñando. El edificio, bajo su toldo de negras nubes, con el ruido temeroso del cierzo que lo fustigaba, era amenazador y siniestro. Julián penetró en él con el alma en un puño. Cruzó rápidamente el helado zaguán, la cavernosa cocina, y, atravesando los salones solitarios, se apresuró a refugiarse en la habitación de Nucha, donde acostumbraban servirle el chocolate por orden de la señorita.

Encontró a ésta algo más desemblantada que de costumbre. Al abatimiento que de ordinario se revelaba en su rostro afilado, se agregaba una contracción y un azoramiento, indicios de gran tirantez nerviosa. Tenía a la niña en brazos, y al ver llegar a Julián le hizo rápidamente seña de que ni chistase ni se menease, que el angelito andaba en tratos de aletargarse al calor del seno maternal. Inclinada sobre la criatura, Nucha le echaba el aliento para mejor adormecerla, y arreglaba con febriles movimientos el pañolón calcetado que envolvía, como el capullo a la oruga, aquella vida naciente. Pestañeó la niña dos o tres veces, y luego cerró los ojitos, mientras su madre no cesaba de arrullarla con una nana aprendida del ama, una especie de gemido cuya base era el triste, ¡lai... lai!, la queja lenta y larga de todas las canciones populares en Galicia. El canto fue descendiendo, hasta concluir en la pronunciación melancólica y cariñosa de una sola letra, la e prolongada; y levantándose en puntas de pie, Nucha depositó a su hija en la cuna muy delicada y cuidadosamente, pues la chiquilla era tan lista -en opinión de su madre- que distinguía al punto la cuna del brazo, y era capaz de despertar del sopor más profundo si se enteraba de la sustitución.

Por lo mismo Julián y Nucha se hablaron muy de quedo, mientras la señorita manejaba la aguja de crochet calcetando unos zapatitos que parecían bolsas. Julián empezó por preguntar si se le había quitado el susto de la noche anterior.

-Sí, pero todavía estoy no sé cómo.

-Yo tampoco les tengo afición a esos bichos asquerosos... No los había visto tan gordos hasta que vine a la aldea. En el pueblo apenas los hay.

-Pues yo -contestó Nucha- era antes muy valiente; pero desde... que nació la pequeña, no sé qué me pasa; parece que me he vuelto medio tonta, que tengo miedo a todo...

Interrumpió la labor, y alzó la cara; sus grandes ojos estaban dilatados; sus labios, ligeramente trémulos.

-Es una enfermedad, es una manía; ya lo conozco, pero no lo puedo remediar, por más que hago. Tengo la cabeza debilitada; no pienso sino en cosas de susto, en espantos... ¿Ve usted qué chillidos di ayer por la dichosa araña? Pues de noche, cuando me quedo sola con la niña... -porque el ama durmiendo es lo mismo que si estuviese muerta; aunque le disparen al oído un cañón de a ocho no se mueve- haría a cada paso escenas por el estilo si no me dominase. No se lo digo a Juncal por vergüenza; pero veo cosas muy raras. La ropa que cuelgo me representa siempre hombres ahorcados, o difuntos que salen del ataúd con la mortaja puesta; no importa que mientras está el quinqué encendido, antes de acostarme, la arregle así o asá; al fin toma esas hechuras extravagantes aun no bien apago la luz y enciendo la lamparilla. Hay veces que distingo personas sin cabeza; otras, al contrario, les veo la cara con todas sus facciones, la boca muy abierta y haciendo muecas... Esos mamarrachos que hay pintados en el biombo se mueven; y cuando crujen las ventanas con el viento, como esta noche, me pongo a cavilar si son almas del otro mundo que se quejan...

-¡Señorita! -exclamó dolorosamente Julián-. ¡Eso es contra la fe! No debemos creer en aparecidos ni en brujerías.

-¡Si yo no creo! -repuso la señorita riendo nerviosamente-. ¿Usted se figura que soy como el ama, que dice que ha visto en realidad la Compaña, con su procesión de luces allá a las altas horas? En mi vida he dado crédito a paparruchas semejantes; por eso digo que debo de estar enferma, cuando me persiguen visiones y vestiglos... Lo que siempre me porfía el señor de Juncal: fortalecerse, criar sangre... Lástima que la sangre no se compre en la tienda... ¿no le parece a usted?

-O que... los sanos no se la podamos regalar a... los que... la necesitan...

Dijo esto el presbítero titubeando, poniéndose encendido hasta la nuca, porque su impulso primero había sido exclamar: «Señorita Marcelina, aquí está mi sangre a la disposición de usted».

El silencio producido por arranque tan vivo duró algunos segundos, durante los cuales ambos interlocutores miraron fijamente, distraídos y ensimismados, el paisaje que se alcanzaba desde la ancha y honda ventana fronteriza. Al pronto no lo vieron; luego su efecto sombrío les fue entrando, mal de su grado, por los ojos hasta el alma. Eran las montañas negras, duras, macizas en apariencia, bajo la oscurísima techumbre del cielo tormentoso; era el valle alumbrado por las claridades pálidas de un angustiado sol; era el grupo de castaños, inmóvil unas veces, otras violentamente sacudido por la racha del ventarrón furioso y desencadenado... A un mismo tiempo exclamaron los dos, capellán y señorita:

-¡Qué día tan triste!

Julián reflexionaba en la rara coincidencia de los terrores de Nucha y los suyos propios; y, pensando alto, prorrumpía:

-Señorita, también esta casa..., vamos, no es por decir mal de ella, pero... es un poco miedosa. ¿No le parece?

Los ojos de Nucha se animaron, como si el capellán le hubiese adivinado un sentimiento que no se atrevía a manifestar.

-Desde que ha venido el invierno -murmuró hablando consigo misma- no sé qué tiene ni qué trazas saca... que no me parece la misma... Hasta las murallas se han vuelto más gordas y la piedra más oscura... Será una tontería, ¡ya sé que lo será!, pero no me atrevo a salir de mi habitación, yo que antes revolvía todos los rincones y andaba por todas partes... Y no tengo remedio sino dar una vuelta por ella... Necesito ver si hay abajo, en el sótano, arcones para la ropa blanca... Hágame el favor de venir, Julián, ahora que la niña duerme... Quiero quitarme de la cabeza estas aprensiones y estas tontunas.

Intentó el capellán disuadirla: temía que se cansase, que se enfriase al atravesar los salones, al bajar al claustro. La señorita no dio más respuesta que dejar la labor, envolverse en su mantón y echar a andar. Cruzaron a buen paso la fila de habitaciones extensas, desamuebladas, casi vacías, donde las pisadas retumbaban sordamente. De tiempo en tiempo, Nucha volvía la cabeza atrás a ver si la seguía su acompañante, y el ademán de volverla revelaba alteración y zozobra. En la diestra columpiaba un manojo de llaves. Salieron al claustro superior, y por una escalerilla muy pendiente descendieron al inferior, cuyas arcadas eran de piedra.

Llegados al patín que cerraba el grave claustro, Nucha señaló a un pilar que tenía incrustada una argolla de hierro, de la cual colgaba aún un eslabón comido de orín.

-¿Sabe usted qué era esto? -murmuró con apagada voz.

-No sé -respondió Julián.

-Dice Pedro -explicó la señorita- que estuvo ahí la cadena con que tenían sujeto sus abuelos a un negro esclavo... ¿No parece mentira que se hiciesen semejantes crueldades? ¡Qué tiempos tan malos, Julián!

-Señorita..., a don Máximo Juncal, que no piensa más que en política, todo se le vuelve hablar de eso; pero mire usted, en cada tiempo hay su legua de mal camino... Bastantes barbaridades hacen hoy en día, y la religión anda perdida desde estas grescas.

-Pero como aquí -observó Nucha, formulando sencillamente una observación histórico-filosófica de bastante alcance- no ve uno sino las atrocidades de los señores de otro tiempo..., parece que son las únicas que le dan en qué pensar... ¿Por qué serán tan malos cristianos los hombres? -añadió entreabriendo los labios con cándido asombro.

El cielo se oscureció más en el momento de expresarse así Nucha; un relámpago alumbró súbitamente las profundidades de las arcadas del claustro y el rostro de la señorita, que adquirió a la luz verdosa el aspecto trágico de una faz de imagen.

-¡Santa Bárbara bendita! -articuló piadosamente el capellán, estremeciéndose-. Volvámonos arriba, señorita... Está tronando. Como este año no tuvimos cordonazo de San Francisco..., ya se ve, el equinoccio no quiere pasar sin esto... ¿Subimos?

-No -resolvió Nucha, empeñada en combatir sus propios terrores-. Ésta es la puerta del sótano... ¿Cuál será la llave? La buscó algún tiempo en el manojo. Al introducirla en la cerradura y empujar la puerta, otro relámpago bañó de claridad fantasmagórica el sitio en que iba a penetrar; rodó el carro del trueno, pausado al principio, después ronco y formidable, como una voz hinchada por la cólera, y Nucha retrocedió con espanto.

-¿Qué sucede, señorita querida? ¿Qué sucede? -gritó el capellán.

-¡Nada... nada! -tartamudeó la señora de Ulloa-. Se me figuró al abrir que estaba ahí dentro un perro muy grande, sentado, y que se levantaba y se me echaba para morderme... ¿Si no los tendré cabales? Pues mire usted que juraría haberlo visto.

-¡El dulce Nombre! No, señorita es que hace frío aquí, es que truena, es que es una locura andar ahora revolviendo en los sótanos... Retírese usted; yo buscaré lo que haga falta.

-No -replicó Nucha con energía-. Ya me carga de veras ser tan boba... Quiero entrar antes, para que vea usted si comprendo perfectamente que todas son necedades... ¿Trae usted la cerilla? -gritó ya desde dentro.

El capellán la encendió, y a su luz menos que dudosa vieron el sótano, mejor dicho, entrevieron las paredes destilando humedad; el confuso montón de objetos retirados allí por inservibles y pudriéndose en los rincones; el conjunto de cosas informes y, por lo mismo, temerosas y vagas. En la penumbra de aquel lugar casi subterráneo, en el hacinamiento de vejestorios retirados por inservibles y entregados a las ratas, la pata de una mesa parecía un brazo momificado, la esfera de un reloj era la faz blanquecina de un muerto, y unas botas de montar carcomidas, asomando por entre papeles y trapos, despertaban en la fantasía la idea de un hombre asesinado y oculto allí. No obstante, Nucha, con paso resuelto, fue derecha al caos húmedo y medroso, y, con la voz ahogada y conmovida de los que acaban de obtener un gran triunfo sobre sí mismos, gritó:

-Aquí está el arcón... Que me lo suban después...

Salió muy animada, satisfecha de su resolución, vencedora en la lucha cuerpo a cuerpo con el caserón que la asustaba. Al subir otra vez por la escalerilla, volvió a sobrecogerla el fragor de un trueno más hondo, poderoso y cercano que los anteriores. ¡Era preciso encender la vela del Santísimo y rezar el Trisagio!

Así lo hicieron al punto. La vela fue colocada sobre la cómoda de Nucha: un cirio bastante largo aún, de cera color de naranja, con muchas lágrimas y un pábilo que chisporroteaba y no acababa de arder. Antes de arrodillarse, cerraron las maderas de la ventana, para evitar que la ojeada fulgurante del relámpago les deslumbrase a cada minuto. Rugía con creciente ira el viento, y la tronada se había situado sobre los Pazos, oyéndose su estruendo lo mismo que si corriese por el tejado un escuadrón de caballos a galope o si un gigante se entretuviese en arrastrar un peñasco y llevarlo a tumbos por encima de las tejas. ¡Con cuánto fervor empezó el capellán a guiar el Trisagio misterioso! Anonadándose ante la cólera divina, cuya violencia sacudía y hacía retemblar a los Pazos como si fuesen una choza, pronunciaba:

De la subitánea muerte

del rayo y de la centella

libra este Trisagio, y sella

a quien lo reza: y advierte...

Nucha, de repente, se incorporaba lanzando un chillido, y corría al sofá, donde se reclinaba lanzando interrumpidas carcajadas histéricas, que sonaban a llanto. Sus manos crispadas arrancaban los corchetes de su traje, o comprimían sus sienes, o se clavaban en los almohadones del sofá, arañándolos con furor... Aunque tan inexperto, Julián comprendió lo que ocurría: el espasmo inevitable, la explosión del terror reprimido, el pago del alarde de valentía de la pobre Nucha...

-¡Filomena, Filomena! Aquí, mujer, aquí... Agua, vinagre..., el frasquito aquél... ¿Dónde está el frasco que vino de la botica de Cebre? Aflójele el vestido... Ya me vuelvo de espaldas, mujer, no necesitaba avisármelo... Unos pañitos fríos en las sienes... ¡Si truena, que truene! Deje tronar... Acuda a la señorita... Déle aire con este papel aunque sea... ¿Ya está cubierta y floja? Se lo daré yo, poquito a poco... Que respire bien el vinagre...